Ha sido un juez, no un fiscal, y menos aun un ministro, el que, siguiendo los dictámenes del Tribunal Constitucional, ha ordenado las detenciones de catorce personas, entre ellos varios relevantes cargos del Gobierno de Cataluña, una veintena de registros y la incautación de millones de papeletas preparadas para la votación en el referéndum separatista del próximo octubre. Es francamente grimoso que las decisiones de un juez en un Estado democrático para impedir una consulta ilegal, ilegítima e inconstitucional sean considerados, por bellas almas como Arnaldo Otegui o héroes de la libertad como Pablo Iglesias -antes de llegar Pablo Iglesias ignorábamos lo que era una democracia, que Laclau nos ampare- un golpe de Estado o la declaración de un estado de sitio parangoneable al proclamado por Augusto Pinochet en Chile. Ocurre aproximada (aunque no exactamente) lo contrario. El Gobierno presidido por Carles Puigdemont ha pisoteado la Constitución, el Estatuto de Autonomía, el Consejo de Garantías Estatutarias y hasta al secretario del Parlament para sacar adelante un referéndum carente de los mínimos avales de seguridad jurídica y operativa. Quizás puedan debatirse las decisiones de la autoridad judicial en un foro de internet gracias a una infusa ciencia politológica, jurídica o frenológica. En todo caso siempre resultan opinables. Pero en absoluto concede una brizna de razón a los que, encaramados en una apurada mayoría parlamentaria -y con una suma de votos que no llegan al 49% de los emitidos hace año y medio- pretenden proclamar una república por sus escrotos estelados. Por supuesto que decenas de miles, tal vez cientos de miles de personas compran y comprarán la mercancía de un Rajoy golpista, una España cuartelera y catalanofóbica y rancia y envidiosa del europeísmo barcelonés, del genio de Messi y de la escudella i carn d'olla. La nueva izquierda se nutre de este basurero sentimental, de este antifascismo sin fascistas, que se reduce a mero postureo publicitario. No quiere una solución democrática para la persistente insatisfacción política de la mitad de los ciudadanos catalanes: quiere sumarse al barullo y la trapisonda para propiciar inestabilidad política, estimular el follón institucional y abonar discursos insurreccionales de una miseria política e intelectual escalofriante.

Y sí, soy de los que creo que Mariano Rajoy, después de su intervención de ayer, debería llamar esta mañana a Puigdemont e invitarlo a una reunión urgente en La Moncloa. Y, como es obvio, informar que lo ha hecho nada más colgar el teléfono. El Gobierno catalán desconvoca ese referéndum aun no convocado y deroga las leyes que supuestamente le otorgan cobertura normativa a la consulta, y el Gobierno español se compromete, desde su mayoría en las Cortes, a estudiar una reforma constitucional en una comisión parlamentaria donde estarán presentes todos los partidos con representación en la Cámara catalana y que deberá presentar una propuesta en el plazo de un año. Primero el compromiso cumplir y hacer cumplir la legalidad democrática. Y segundo el compromiso de alcanzar un amplio consenso político que termine con esta insensatez oligofrénica y refunda la convivencia política, ideológica y sentimental en Cataluña y en España. Porque pasados los próximos dos o tres días, no habrá más oportunidades abiertas al diálogo político y la razón democrática.