Hubo una vez una nación que estaba compuesta por elfos felices. En Felicilandia los elfos cantaban y bailaban en corro todo el día alegrándose de su feliz condición. En aquella arcadia feliz solo había un pequeño matiz que enturbiaba tanta felicidad. Algunos de los elfos más viejos recordaban un tiempo en que los beatos elfos no habían vivido en tan afortunada condición. Los elfos más antiguos sabían que una vez, mucho tiempo atrás, los elfos felices habían convivido en Felicilandia con los terribles orcos apestosos. Una raza inferior de seres oscuros, bajitos, malolientes y groseros.

Según el mito oficial los elfos felices un buen día, ahítos de libertad y felicidad, expulsaron a los orcos malolientes de felicilandia y convirtieron la tierra profanada en el oasis catalán. Pero el verdadero problema es que los viejos de los viejos sabían de sobra que ese mito era mentira. Sabían perfectamente que no había habido tales orcos malolientes sino que simplemente se había expulsado a las personas normales que no podían creer que sus hermanos estuvieran votando en el parlamento autoconsiderarse elfos felices.

Lo que pasó en el parlamento catalán, no sé si llamarlo campamento catalán, fue una verdadera performance artística. El corro de los elfos felices votó considerarse elfos felices porque huelen mejor, son más rubios y tienen los ojos más azules, o cambien ustedes estas características por cualquiera otra que les guste de las que ensalzan los de la barretina.

Ayer se nos aleccionó públicamente sobre que la ley y el estado son esposas y cadenas. Y ciertamente lo son, esposas en las muñecas de los delincuentes y cadenas en los brazos de los bárbaros. Porque lo que ocurre cuando se nos dice que los que tenemos la mayoría en un momento determinado tenemos la legitimidad para destruir políticamente a la minoría y arramblar con sus derechos, es que el la violencia y la fuerza son la norma. Que no hay nada que proteja a las personas de lo que el resto de la manada de elfos felices-lobos de rapiña, decida sobre ellos ni lo habrá. Para los salvajes que ayer expulsaron a la mitad de los diputados de Cataluña del Parlament, su ausencia física solo fue la constatación evidente de que se les había expulsado de su capacidad de representación política, el proyecto está por encima de las personas, el nazismo por encima del derecho, y las leyes son sólo un artefacto para controlar a la población sometida del futuro estado catalán.

En el delirio de una humanidad redimida que ayer empezó por Cataluña y algún día alcanzará a la humanidad entera, como nos gritaba con voz pausada, ayer una diputada desde el estrado, la vida en sociedad no implica respetar las ideas del otro, no implica convivir, que supone no sólo soportarse sino transigir (porque en la sociedad todo el mundo piensa diferente) no supone aceptar otras narrativas, otros derechos, otras legitimidades, como creíamos hasta ahora que suponía. En Felicilandia de los elfos felices la catalana felicidad supone, simplemente, pasar por encima de ellas en la típica exclusión fascista de aquellos que tienen la fuerza (que ellos quieren camuflar de derecho llamándola ley) y los que no. No sólo han secuestrado la representatividad de Cataluña y sus símbolos, su cultura y a sus personas, es que ayer demostraron lo que se puede hacer en las sociedades modernas cuando no reconocemos el derecho del otro a existir, ni su legitimidad a organizarse, sino que tomo el poder para usarlo contra una parte.

Días atrás, una banda de gángsters dio un golpe de estado en Cataluña y en España, veremos que hace el resto del país y sus instituciones o si como en otros casos históricos, tristemente cercanos en la memoria de los pueblos, sea ya demasiado tarde.

Quiero recordar que todo hecho revolucionario supone una ruptura del orden legal existente, pero nunca se queda allí: tras la ley se rompe la sociedad, la convivencia y la concordia. Lo que ayer vimos en el Cataluña fue más ilegal que la invitación de Hindenburg a Hitler a ocupar la cancillería pero no pasa nada, porque en el paraíso de los niños consentidos, elfos felices, el dinero lo paga todo, y todos son estupendos. Hasta entonces, hasta que se despierte la razón y acusen a la mentira y al odio disfrazado de procedimiento, llega el tiempo de las dos ciudadanías la de los privilegiados del «Procès» y la de los laminados por el mismo. No se puede hablar, no se puede discrepar, sólo se puede soñar con las pesadillas que otros crearon, hace ya tiempo, para nosotros.