El Tribunal Constitucional ha dejado en suspenso la Llei de transitorietat jurídica i fundacional de la república aprobada por el Parlament. La república catalana instaurada por esta ley suprema resulta infundada, tanto por carecer de fundamento jurídico como por no poder fundarse con la inmediatez pretendida.

No obstante, el simulacro de legalidad es perfecto. La mencionada norma, con ochenta y nueve artículos, asevera que la transición se hará de manera ordenada y gradual, con plena seguridad jurídica, y garantiza la creación de un estado de derecho; esencialmente, prevé una sucesión de estados, una sucesión general de ordenamientos y administraciones, esto es, la administración de la Generalitat sucede a la del estado español, de tal manera, que su personal se integra en la administración pública de Cataluña; por otra parte, el estado catalán sucede al estado español en la titularidad de los bienes y derechos e impone la subrogación sin solución de continuidad en los contratos, convenios y acuerdos suscritos por este último. También alude a la continuación del estado catalán en la posición de la Generalitat de Cataluña.

De esta manera, la Ley de transitoriedad se articula en torno a una doble sucesión impuesta unilateral e ilegalmente por el sucesor. El estado español se ve sucedido en la titularidad de sus bienes y derechos y en la dependencia de sus funcionarios por la sola voluntad de esta norma suprema ahora suspendida.

Además, la apariencia de ley es tal que, incluso contiene lagunas, alguna notable como la concerniente al destino de las deudas contraídas. Una laguna donde ha debido naufragar el articulado regulador de la peliaguda cuestión crematística.

Pese a la finura jurídica que destila la norma, no se ha respetado un principio sucesorio básico consistente en la transmisión no solo de bienes y derechos, sino también de deudas y obligaciones que no pueden quedar supeditadas a futuros pactos, como da a entender la ley. La sucesión supone situarse exactamente en la posición del sucedido y esta es la idea que preside el texto. Se trata de una sucesión «inter vivos» impuesta por un estado en ciernes sobre el estado español, y de una sucesión «mortis causa» respecto de la Generalitat de Cataluña, a la que viene a sustituir, erigiéndose sobre sus cenizas.

Este estado de nuevo cuño sucede al español, pero las obligaciones económicas y financieras se dejan al albur de una ulterior negociación. Presumiblemente, no se alcanzará un acuerdo al respecto.

En definitiva, se sientan las bases de un nuevo orden jurídico-político sobre la herencia limitada al activo, no al pasivo. Se consagra una sucesión necesaria, obligatoria, como si de la legítima de los descendientes se tratara, como si se pudiera aceptar la herencia a beneficio de inventario para que las obligaciones de ella derivadas no malogren el futuro. Es una «hereditas damnosa» que se convierte en saneada gracias a una oportuna y calculada laguna.

Por el momento, Carles Puigdemont gobierna la costa, como Caronte, y se arroga el derecho al óbolo para guiar a las almas hacia república catalana. Es la contribución económica de los españoles al nuevo orden.

La transitoriedad contemplada en la ley fundacional representa el tránsito de la laguna Estigia, aquella por la que se atraviesa de una a otra orilla, desde el poder ya constituido hacia el poder constituyente, fundador del nuevo estado catalán.

Si al final hay urnas, también serán funerarias para las exequias de las instituciones ilegalmente extintas.

Caronte, previo cobro del óbolo, ya no podrá variar el rumbo de su travesía que es, inevitablemente, el inframundo.