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Juan R. Gil

Análisis

Juan R. Gil

Haciendo amigos

El turismo es el sector productivo más importante de la Comunidad Valenciana y, desde luego, la industria que más riqueza y empleo genera en la provincia de Alicante. Pero a pesar de su aparente fortaleza y de que las cifras de ocupación hayan proporcionado en los últimos ejercicios unas estadísticas espectaculares es un sector sometido a enormes tensiones y obligado a una profunda reconversión: las impresoras 3-D aún no fabrican coches en la factoría de la Ford, que tanto apoyo recibe, ni zapatos exportables, ni siquiera naranjas que den zumo; pero sin embargo las facilidades que ofrecen las nuevas tecnologías han disparado el número de alojamientos ilegales y desregulados en directa competencia con los hoteles, convirtiendo un problema que jamás supieron abordar las administraciones en un auténtico desafío que pone en cuestión la viabilidad, no sólo de muchas empresas, sino incluso de algunos destinos.

En medio de una situación como esa, con una economía cuya salida de la crisis aún es precaria, la mayoría que gobierna la Generalitat -con la abstención de Ciudadanos, un partido que no tiene opinión sobre nada importante que afecte a esta Comunidad- no tiene mayor aportación que hacer que la de gravar al sector con una nueva tasa. ¿Con qué argumentos? Que otros la cobran. ¿Con qué fin? Por mucho que quieran enmascararlo, con el único de recaudar una cantidad que acabará no siendo finalista, no dirigiéndose a mejorar las condiciones del sector, sino tapando los agujeros que, como bien ha dicho la patronal Hosbec, no cubre nuestra deficiente financiación.

El PSPV también se abstuvo en la votación que, de madrugada en las Cortes y a iniciativa de Podemos, pero con el apoyo entusiasta de Compromís, mandató al Consell a implantar esa tasa por pernoctación. Pero todo hace suponer que esa abstención fue meramente táctica y que los socialistas están de acuerdo con el nuevo impuesto. Lo prueba el hecho de que, lejos de verse sorprendidos en el hemiciclo, la conselleria de Hacienda tenga ya informes calculando cuánto va a ingresar al año por esta tasa: como publicamos hoy, del orden de 48 millones de euros. Es de suponer que un conseller de la solvencia de Vicent Soler no encarga informes a sus funcionarios por tenerlos entretenidos, lo cual nos lleva a pensar que, contra lo que se pretende, no hubo en las Corts nocturnidad, sino en todo caso anticipación.

Con el mandato aprobado en el Parlamento, los socialistas dejan a los pies de los caballos al secretario autonómico de la Agencia Valenciana de Turismo, Francesc Colomer, el cargo del PSPV que mejor y más firmes puentes había tendido entre Valencia y Alicante. Colomer se había comprometido tanto en público como en privado a que no habría tasa turística e incluso había hilvanado un discurso muy aplaudido por el sector: frente a la turismofobia, la turismofilia. «No vamos a castigar con un impuesto especial a quien queremos tratar como un invitado en nuestra casa», le escuché decir en un acto organizado por este periódico y la Universidad en el que toda la industria estaba presente. Pues, sí: todo indica que se va a hacer, a pesar de que el momento no puede ser más inoportuno para ello. La línea argumental de Colomer era muy sólida y la estrategia -aprovechar la «guerra al turista» declarada en otras zonas, curiosamente aquellas donde antes se aplicó la tasa, Cataluña y Baleares, para presentarnos como el destino amable y acogedor por excelencia- era inteligente. Pero nada de eso cuenta cuando una parte importante de los partidos que sustentan la Generalitat consideran la industria turística como una mera fuente de ingresos, despreciable en sí misma para todo lo demás.

Un gobierno preocupado, no por cuadrar las próximas cuentas, o por preservar sus equilibrios internos, sino por asentar unas bases sólidas de crecimiento no habría dado pie a que sus propios integrantes, desde las Corts, le ordenaran aplicar un nuevo impuesto, sino que habría enviado a ese Parlamento una batería de iniciativas dirigidas a ayudar al sector en su necesaria reconversión; a perseguir el fraude en los alquileres ilegales -no se trata de poner puertas al campo, sino de que plataformas aparentemente «friendly» no actúen en la práctica como lanzaderas de evasión de impuestos y circulación de dinero negro, provocando con esa desregulación competencias desleales, destrucción de empleo, saturación de los mercados y alzas de los precios de la vivienda que precisamente un gobierno de izquierdas tendría que ser el primero en combatir-; a mejorar las infraestructuras de los destinos, no sólo para que sean más atractivos, sino también para que los visitantes no pasen a ser tratados como un problema; a mejorar las condiciones laborales y la formación; en definitiva, a modernizar una industria que fue de las primeras en digitalizarse pero que se enfrenta ahora al desafío de la inteligencia artificial. Se podrá decir que ese impuesto se crea para destinarlo a ello, pero todos sabemos que no es verdad.

El debate de Política General que acabó en la madrugada del viernes con el mandato de crear esta tasa turística, empezó el miércoles con las intervenciones del president Puig y la síndica del PP, Isabel Bonig. El discurso de esta última, acusando al Consell de querer llevar a esta comunidad por la senda de Cataluña, ha sido censurado incluso dentro de sus propias filas por extremista. Sin embargo, los excesos de la portavoz popular no debieran tranquilizar al president Puig. Porque la primera batalla en política siempre es la de imponer el discurso y Bonig tiene el suyo, por desmedido que resulte, mientras el Consell del Botànic sigue sin encontrar el propio.

Embocada ya la segunda mitad de la legislatura, este debate de Política General debería haber servido a Puig para escenificar el nuevo impulso necesario para llegar hasta las elecciones. Lejos de eso, hemos asistido al lío de la tasa turística y se han puesto en evidencia notables diferencias entre los socios de gobierno, que necesariamente tendrán que ir a más conforme la cita con las urnas se aproxime y cada uno tenga que marcar su propio territorio. El jefe de Política de INFORMACIÓN, Pere Rostoll, subrayaba la paradoja de que, al final, lo que ha puesto en peores aprietos al president en este debate no ha sido el discurso de la líder de la oposición, sino la iniciativa recaudadora de su socio Podemos. Es así, pero a la postre da igual quién ha sido más efectivo, si Bonig o Estañ, el nuevo portavoz morado, porque en todo caso es munición para el PP la que se ha servido.

Pero es que, encima, donde el impuesto a los visitantes que se pretende imponer levanta más ampollas es en Alicante. Una provincia a la que se le prometió una conselleria de Turismo que no tuvo; a cuya principal patronal, que tiene derecho a sentirse engañada, se le ha metido por sorpresa un rejón con esa tasa; y en la que muchas de las principales acciones del Consell han estado envueltas desde los inicios en la confusión y la polémica. Hablo de los decretos para controlar la Diputación, suspendidos por los tribunales, al igual que el del plurilingüismo en los colegios. O de lo que está ocurriendo con la regulación de los horarios comerciales, un culebrón increíble, aunque en este caso la culpa haya que repartirla entre el Consell y el Ayuntamiento de la capital. Son cuestiones generales, pero que en Alicante son percibidas con mayor sensibilidad que en el resto de la Comunitat. El problema para Puig es que, como tantas veces se ha escrito, sus posibilidades de seguir presidiendo la Generalitat después de 2019 dependen en gran medida del resultado que su partido obtenga en esta provincia. Y no es amigos precisamente lo que aquí está haciendo.

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