En esta batalla, ha habido demasiados silencios». Esta denuncia de Josep Borrell, incansable combatiente contra al secesionismo desde la razón, pero sabedor de que la guerra la tiene perdida ante la emoción, podría complementarse con el texto de la genial viñeta de El Roto en la que un agricultor afirma: «Antes plantaba remolacha pero ahora siembro cizaña. Está más subvencionada». El rápido progreso de la espiral independentista en los últimos años contó con ingentes fondos públicos: medios de comunicación dúctiles por las ayudas económicas, opinadores con premio, profesores al servicio de la causa que aparcaron el rigor, libros de texto en los que el concepto de España se desvanecía, y radios y televisiones públicas que emitían solo para medio país hasta consolidar la tremenda fractura social que ahora se vive.

Mientras todo esto sucedía, cualquier voz que lo denunciara desde Cataluña no era tenida en cuenta por el Gobierno de Madrid, ni por socialistas, ni por populares. Sin los votos del pujolismo no hubiera gobernado Felipe González sus últimas legislaturas y José María Aznar su primera. Las graves afrentas de la recogida de firmas contra el nuevo Estatuto de Cataluña que impulsaron Rajoy y Arenas, más los recortes del texto por el Tribunal Constitucional, se pagan ahora. «Nos obligarán a llegar donde no queremos llegar», advierte Rajoy en Barcelona tras años de inmovilismo. Pero día a día se constata que ya estamos llegando.

El ideal de los independentistas sería una medida de fuerza policial, o mejor aún militar, que pudiera condenar el mundo. La imagen de los tanques franquistas entrando por la Diagonal barcelonesa el 26 de enero del 39, es anhelada. Turull, portavoz de la Generalitat, habló de tanques en Bilbao hace dos semanas. Beiras, el viejo líder nacionalista gallego, dice que «solo faltan los tanques». «Prudencia y tacto en esta delicada situación», reclama el exministro Josep Piqué. Una parte de los alcaldes y dirigentes de la desobediencia judicial dan por hecho que pueden ir a la cárcel ganándose así un salvaconducto para el futuro. Ada Colau, que se proclama exigente defensora de la transparencia, pacta en secreto con Puigdemont y dejará que los colegios de Barcelona los maneje por un día la Generalitat, para así evitar su inhabilitación. Quizás sea la única que podrá ser candidata, por incomparecencia forzosa del resto, y se encontrará expedita la vía hacia la Generalitat.

En estas dos semanas de vértigo, las provocaciones serán diarias. Garantizado. Cualquier caja de resonancia será aprovechada. La oposición al independentismo lo tiene peor porque cercenaron sus derechos en el Parlament -«esto se parece a Venezuela cada vez más», clama Borrell- mientras que Gabriel Rufián tiene bula para «montar su teatrillo semanal desafiante en el Congreso», como le espetó la vicepresidenta Sáenz de Santamaría, sin que lo calle la presidenta Ana Pastor. Y hace bien.

En la calle, los alcaldes socialistas catalanes, y otros que no podrán las urnas, están pasando un calvario con amenazas permanentes que Puigdemont ampara. El edil de Terrassa denuncia un acoso doble por su condición de homosexual. Todo vale. El riesgo es alto y el temor a una chispa de violencia está muy presente,

«Rajoy puede pasar a la historia como un político que medio resolvió la peor crisis económica de la historia pero que dejó la peor crisis institucional que ha tenido la España Constitucional desde el golpe de estado del 23-F». Esta es la reflexión de un alto dirigente socialista que no descarta, sin embargo, que según cómo vaya esto en las dos próximas semanas, más la cola que traiga la jornada del 1 de octubre, Rajoy pueda convocar elecciones anticipadas ganarlas cerca de la mayoría absoluta. Cualquier previsión es poco fiable pero hay más posibilidad de elecciones estatales que en Cataluña. Puigdemont sabe que si las convoca, él y su partido se caen. Un partido tan descompuesto que invitó a Otegui a la Diada, recibido allí como héroe. De psiquiatra.