Cuando se habla de orden público suele asociarse a la seguridad, pero el término es polisémico y, en su sentido más amplio, se refiere a la expresión de las convicciones básicas vigentes en la colectividad, por lo que el orden público reflejaría el orden social sentido y querido por una colectividad.

En un intento de definirlo, el Tribunal Supremo afirmó que el orden público (nacional) «está integrado por aquellos principios jurídicos, públicos y privados, políticos, económicos, morales o incluso religiosos, que son absolutamente obligatorios para la conservación del orden social en un pueblo y en una época determinada».

Precisar su contenido, por tanto, no es precisamente fácil, pues nos hallamos ante uno de esos conceptos indeterminados cuya complejidad aumenta en la medida en que se trata de un concepto cambiante, dinámico y no exento de tensiones en su configuración, derivada de las contradicciones entre los diferentes principios que lo integran.

Entre estas tensiones, que se manifiestan en las relaciones de poder construidas sobre los distintos factores de dominación y de diferenciación social, quiero referirme a aquella que atañe a las relaciones de poder de mujeres y hombres. Históricamente, estas relaciones se han configurado conforme a un sistema jerárquico (patriarcado) que institucionaliza el dominio de los hombres sobre las mujeres. Podríamos afirmar, simplificando mucho, que el principio de preeminencia, dominio o superioridad de los hombres sobre las mujeres en los ámbitos jurídico, político, económico, moral y religioso ha sido una constante en la configuración del orden público en todas las colectividades a lo largo de toda la historia. El orden público patriarcal, para abreviar.

Desde sus orígenes, el feminismo ha tratado de transformar este orden público. Los logros no son pocos, precisamente y creo que es innecesario enumerarlos a estas alturas. Uno de ellos es que el orden social proclamado como deseable por la colectividad humana en los principales instrumentos jurídicos no parece que se pueda sustentar, como antaño, en las relaciones desiguales y jerárquicas entre mujeres y hombres. Pero una cosa es el reconocimiento formal de un orden público definido, entre otros, por el principio de igualdad de mujeres y hombres, y otra cosa es la realidad, atrapada en esa transformación, en ese tránsito del viejo orden patriarcal a uno nuevo, donde las resistencias al cambio son enormes y se manifiestan de múltiples formas. El caso de Juana Rivas (que no es único, por desgracia) es un ejemplo de esa pervivencia del antiguo orden, todavía vigente no sólo en la interpretación y aplicación de las leyes, sino en la sociedad. En ese camino estamos, en la pugna por la configuración de un orden público que desactive al patriarcado. No es tarea fácil pero ¿acaso lo fue alguna vez?