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Opinión

Y de repente, envejecimos

Para que un equipo sea reconocido como mítico, no viene mal que haya una caída estrepitosa y a poder ser inesperada. Y si es contra los que despuntan como sucesores, mejor que mejor. De la misma manera que el estatus de la economía mundial lo empezaron a cambiar chavales veinteañeros obsesionados con una idea (Facebook, Blablacar, Airbnb, Instagram?) obligando a los grandes popes industriales a removerse en sus confortables sillones, el jueves vimos cómo unos eslovenos descarados humillaban con tiros de ocho metros a tabla a los dominadores del básquet europeo en los tres últimos lustros. De repente, todos envejecimos al ver cómo el mejor colectivo que ha dado el deporte español en toda su historia claudicaba, y de qué manera, ante un adversario joven y formidable y -como debe de ser- sin ningún respeto ni miramiento con la historia.

El jueves, además, falló todo, y todos: es verdad que siempre tendremos a Nadal (y tuvimos a Induráin, a Seve, a Nieto, a Santana) pero cuando una tribu/grupo está cohesionado hay pocas cosas que lo superen. En unos tiempos donde el individualismo es el rey, cuando surgen entes colectivos (deportivos, políticos o sociales) que funcionan son imbatibles, y si encima tienen liderazgos, arrasan: pues eso es lo que hemos disfrutado con la selección de baloncesto desde finales de los noventa, con un Gasol napoleónico y un equipo modélico y moderno en todos los aspectos capaz de ganar a cualquiera, y en cualquier sitio. De la misma manera cuando el engranaje falla, la caída suele ser estruendosa.

En su Waterloo particular, ayer vimos a un Pau desencajado, a Scariolo sin ideas, a nuestros novatos superados, a la afición cariacontecida, viendo como las hordas eslovenas nos iban cortando las venas desde el minuto uno al cuarenta, sin compasión alguna y con la mirada ensangrentada de los que buscan cortar la cabellera del enemigo más poderoso, una vez masacrado.

En la era actual, pocas cosas cohesionan tanto como los éxitos deportivos: la audaz jugada de Mandela de utilizar al equipo de rugby sudafricano como forma de tumbar prejuicios; el espaldarazo que supuso para España ante el mundo el éxito de los Juegos Olímpicos de Barcelona; la idea de multiculturalidad que transmitió Francia cuando ganó el Mundial de fútbol de 1998, con un equipo lleno de jugadores con padres inmigrantes. Hay mil ejemplos.

La consolidación de España como potencia deportiva mundial en los últimos veinticinco años ha ayudado (más de lo que parece) a que eso tan raro que somos -un estado complejo, diverso y con problemas, pero un estado- se mantenga.

Hasta ahora. Los diques que se están rompiendo y la falta de liderazgo que hay (en 1977 teníamos a Tarradellas y a Suárez, y a Felipe en el banquillo calentando para salir al campo; hoy están Puigdemont y Rajoy, con Iglesias y Colau tratando de hacer el pino-puente todos los días: qué depresión?) nos van a pasar una factura que tardaremos en olvidar.

Mientras tanto, no queda otra que dar las gracias a una generación irrepetible que dio momentos fantásticos (el primer Mundial que consiguieron ante Grecia, con Gasol lesionado; el mate de Rudy en la final de las Olimpiadas de 2008 ante los americanos; la semifinal contra la anfitriona Francia en el Europeo de hace dos años) y que hizo que todos creciéramos un par de centímetros en estima propia, y también en identidad ante el mundo.

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