Los tiempos que corren son dulces y complicados al mismo tiempo. Los que vivimos en Europa, y más en concreto en la Europa rica, no somos conscientes de la suerte que tenemos de haber nacido en esta área geográfica y en esta era. A pesar de todos los conflictos y crisis sociales, políticos y económicos que a diario aparecen en los medios de comunicación, nuestra vida transcurre plácida, incluso abúlica, bajo el paraguas de un estado de bienestar que algunos confunden con una loba capitolina de cuyas ubres mana un calostro infinito.

La esperanza de vida en España, por ejemplo, sobrepasa los ochenta años. Una persona nacida en 1910 tenía suerte si alcanzaba los cuarenta, lo que significa que esa cifra se ha duplicado en apenas cuatro generaciones. Por el contrario, en países como el Chad, Namibia, e incluso Sudáfrica, esa expectativa ronda, aún en la actualidad, tan solo los cincuenta años.

Pero los que vivimos en Europa Occidental, Norteamérica, Japón, Australia y Nueva Zelanda somos ajenos a esta realidad. No somos conscientes de que vivimos en una pequeña mota de polvo en la inmensidad del universo y que, dentro de esa mota insignificante, somos unos privilegiados. Nuestro etnocentrismo nos impide contemplar la realidad con un mínimo de objetividad.

Quizás por esa abulia a la que me refería, Europa, y también los EE UU, hace tiempo que dejaron de dar al mundo estadistas de talla como solían hacer. Estemos o no de acuerdo con sus ideas, sus hechos o lo que representaron para la historia, nadie puede discutir la relevancia de personajes como De Gaulle, Churchill, Roosvelt, Kennedy, Thatcher, Reagan o Juan Pablo II.

De entre todos ellos, me gustaría destacar a uno: Sir Winston Leonard Spencer-Churchill. No por su ideología, sino por un hecho que tiene que ver con el hilo conductor de esta modesta columna semanal: la literatura. Quizás es uno de los aspectos menos conocidos de la biografía de Winston Churchill que fue galardonado con el Premio Nobel de Literatura en 1953.

En palabras de la propia Academia Sueca, el premio se le concedió «por su dominio de la descripción histórica y biográfica, así como por su brillante oratoria al defender los más excelsos valores humanos». Churchill publicó, a lo largo de su vida, (1874-1965) cuarenta y tres libros, editados en un total de setenta y dos volúmenes, aunque, sin duda, lo más relevante de su producción literaria se centra en sus numerosos discursos.

Sir Winston Churchill ocupó la cartera de primer ministro del Reino Unido el 10 de mayo de 1940. El liderazgo del hasta entonces dirigente británico, Neville Chamberlain, se había mostrado insuficiente durante el tiempo transcurrido desde el inicio de las II Guerra Mundial, de modo que el Rey decidió encargar a Churchill presidir un gabinete compuesto por ministros de todos los partidos políticos. El día 13 pronunció ante el parlamento el primero de una serie de discursos que ayudarían a los ingleses a mantener alta la moral durante los difíciles años de conflicto que seguirían.

Ese primer discurso se convirtió en uno de los más famosos pronunciados por Churchill, y quizás uno de los más famosos también de la historia reciente. En él Sir Winston se dirigía al país y al mundo ofreciendo una declaración de intenciones que no dejaba lugar a la duda: «I have nothing to offer but blood, toil, tears, and sweat» (no tengo nada más que ofrecer que sangre, esfuerzo, lágrimas y sudor). Tras estas palabras, se sometió a un voto de confianza de la Cámara de los Comunes, obteniendo un resultado de 381 a 0. Sus palabras lograron cambiar la actitud de los británicos hacia el creciente conflicto y le granjearon una reputación que le permitió seguir en el cargo hasta el final de la guerra en Europa.

Mucho me temo que ahora mismo un político europeo con la fuerza y la convicción de Winston Churchill no sólo no sería capaz de mantenerse como jefe de un ejecutivo, sino que jamás lograría ganar unas elecciones. Hablar bien se considera pedante. Hablar claro parece entrar en contradicción con la categoría de político. Ni que decir tiene que decir la verdad parece estar prohibido hasta en los manuales de primero de políticas.

Los tiempos de sangre, sudor y lágrimas se han convertido ahora en días de vino y rosas. Lo que está en boga es afiliarse a un partido político sin haber trabajado nunca, o cuando en tu actividad profesional no has sido capaz de ganarte la vida; mentir a los ciudadanos, a los adversarios y a los supuestos compañeros; ser ruin, miserable y carecer de toda ética y moral para, sin importarte nada tu propia honra, ni la de tu organización, y pasando por encima de todo y de todos, vivir una plácida vida estabulado en cualquier institución.

Es una pena, porque aunque un Churchill, o un Adolfo Suárez sin ir más lejos, son irrepetibles, creo que también hay muchas personas honradas y decentes que se dedican a la política, desde las más altas jerarquías del estado, hasta los concejales de pueblos y ciudades, como la nuestra, que trabajan con denuedo, a veces sin remuneración y, en ocasiones, incluso perdiendo dinero con respecto al que podrían ganar en sus respectivas ocupaciones.

La vergüenza y el descrédito de la política aparecen cuando contemplamos bochornosos ejemplos de personas que luchan por mantener un sillón, unas prebendas, una posición personal, o un sueldo, incluso por encima de los principios que siempre han simulado defender, aunque a pocos engañen ya. En cualquier caso, y para no terminar de una forma tan pesimista, me gustaría acabar relatando una anécdota del gran Winston Churchill.

Se cuenta que, en cierta ocasión, Charles de Gaulle discutía con Churchill sobre una operación militar. El francés notó como Churchill hacía demasiado hincapié en que no era rentable en términos económicos. De Gaulle, exasperado, le espetó a Sir Winston: «Ustedes los ingleses solamente pelean por el dinero. Deberían aprender de los franceses, que luchamos por el honor y la dignidad». A lo que Churchill, con toda la flema inglesa, respondió: «Bueno, cada uno pelea por lo que le hace falta».