Cataluña ya se ha autodeterminado». La proclama de Jordi Cuixart en la Diada se sustenta sobre su convicción de que el Tribunal Constitucional «no puede decidir nada» en el ámbito catalán. Cuixart preside Omnium Cultural, uno de los largos brazos civiles del soberanismo, que contribuye a convertir la jornada de enaltecimiento del mito fundacional en una versión 2.0 de las acompasadas concentraciones, con atletas en camiseta imperio, de aquella Educación y Descanso del franquismo. El proceso de independencia ha entrado para sus promotores en una fase tan acelerada que ya traspasaron la puerta antes de alcanzar el supuesto umbral que era el referéndum. La pregunta de la consulta imposible tiene ya respuesta de antemano, un sí que consideran inapelable en la medida que su hiperactividad desborda los años de quietismo gubernativo. Esa contradicción de defender el derecho a preguntar sin que la contestación importe revela que la fase consultiva del proceso catalán es sólo a una forma de vestir la sacrosanta soberanía. Lo que ahora opera de fondo en el desafío independentista no son las urnas sino otras fuerzas, en algunos casos tan minoritarias como amenazantes, encumbradas por la necesidad de quienes, casi sin interrupción, han marcado el paso en Cataluña desde la Transición de conservar el gobierno ante la amenaza de hundirse en la nada. La proclama de Cuixart tiene su correlato oficial en la resistencia del Gobierno de Puigdemont a publicar en su boletín oficial la resolución del Constitucional de suspender de la ley de Referéndum. Es el signo, pequeño y burocrático pero manifiesto, de una desconexión anticipada, de la consumación del salto procesal, insostenible, entre el marco jurídico de referencia para todos los españoles y las normas surgidas del Parlament en el agitado parto del 6 de septiembre. Esos indicios de disolución del Estado en Cataluña son todo un logro revolucionario, capaz de satisfacer incluso el programa de máximos de la CUP, 373.000 votantes que rozan el cielo, los mismos que, mientras sus socios soberanistas condecoran a los mossos, denuncian la «ejecución extrajudicial» de los terroristas de los ataques de agosto en Barcelona y Cambrils. A merced de ellos queda la, siempre autodefinida, muy plural y diversa sociedad catalana mientras su concurrencia resulte indispensable para salvar los restos decrépitos del pujolismo. El proceso cabalga ya a lomos de la agitación ciudadana y la desobediencia, dos fuerzas que se vuelven incontrolables, máxime cuando llegue la colisión con la realidad, que siempre resulta contundente. Al margen del desenlace, el soberanismo, con una potencia muy superior a la del viejo separatismo minoritario, ha llegado para quedarse, lo que obliga a buscar la forma de que permanezca confinado en un porcentaje de la sociedad catalana insuficiente para forzar la ruptura. No ayuda a ello el inmovilismo de Rajoy quien, partidario de «no hacer nada» hasta el primero de octubre, ha conseguido que cerrar la puerta al referéndum termine por convertirse en el juego del gato y el ratón.