Cuando llegué a este pueblo, recién terminada la guerra civil, yo tenía unos seis años y veníamos de otro lugar mucho más pequeño en donde la guerra nos transcurrió a mí y a la chavalada del lugar con la única preocupación de entender cómo diablos funcionaban las letras para formar palabras frente a una maestre vieja, gruñona y pintarrajeada. El pueblo era pequeño y corrían brisas con olor a naranjas, a limón y se veía la luna desde cualquier parte en que estuvieras porque allí, ni en sueños, había rascacielos. Así que cuando acabó la guerra y vimos con horror a hombres vestidos con faldas negras, a los que llamaban «curas» , y se nos obligaba a cantar el «Cara al sol» subidas en una silla (seguramente para dar fe de que Franco había ganado), pensamos que algo extraño había pasado. Era que había acabado la dichosa guerra.

Pues de aquel escenario bucólico nos trasladamos mi familia y yo, que ya éramos cinco, a un pueblo grande, con calles sin asfaltar, casas bajitas y muchas, muchas palmeras que parecían más altas que ahora. Será porque ningún edificio tenía la osadía de interponerse ente ellas, el azul del cielo y el sol. Ahora ya han surgido edificios altos y las pobres palmeras hacen lo que pueden. Pero entonces el sol entraba hasta el último rincón de las calles y brillaba; por eso en verano hacía tanto calor... Los niños podíamos ir a la Glorieta a jugar sin peligro, ya que solo había bicicletas circulando, alguna tartana si acaso y, en la esquina de acá, se establecía la «Agüeleta engorraora» vendiendo manzanas asadas o caramelizadas, pipas, chufas y cañamones tostados que aquella mujer viejísima sacaba del saco con su mano arrugada y roñosa tan parecida a una garra. También cambiaba tebeos. Pero ya pocos se acuerdan de estas cosas. La macilenta luz eléctrica se iba con frecuencia, así como el agua, y comíamos pan de racionamiento, que era como el que ahora llaman integral pero de peor sabor. Había también tabaco que, como el pan, tenía que ser comprado con cartilla. Todo esto era a lo que hoy, los jóvenes, llaman «batallitas». Pero a nosotros, los longevos, nos parece que deberían saberlo. Sin frigoríficos, sin radio, sin televisión, ¡sin teléfonos!, sin juguetes... Pero tuvimos, al menos, un instituto ubicado en una casa señorial, de algún noble, tan deteriorada que conservaba los blasones de antaño ya en sus últimos estertores. Fuimos de las primeras promociones del franquismo y nos tragamos la obligatoriedad de ser de Acción Católica, de Falange, de la Sección Femenina, las Hijas de María, forzados a confesar una vez por semana, ejercicios espirituales cada poco, a la misa dominical por supuesto, y puestas de mangas las chicas aunque cayeran calurosos chuzos de punta. Porque el pecado estaba por todas partes, incluso en el codo de una raquítica adolescente...

Pero no quiero pasar por alto aquello que definió a esta generación por raro que resulte a las nuevas generaciones: existía la costumbre de pasear los domingos por la Corredera, aunque nadie lo crea. De Murcia, muy de vez en cuando venía un coche y al primer toque de claxon nos apartábamos y seguíamos paseando. Los otros días de la semana, al atardecer, que correspondía con la salida del instituto o del trabajo, todos los jóvenes dábamos vueltas a la Glorieta, los chicos por fuera en una dirección y las chicas por dentro, en dirección contraria, así que ambos sexos estaban condenados a verse cada media vuelta, decirse adiós, o arrimarse a la chica escogida si estaba en una orilla, pues se paseaba en grupo y en fila. Y cuando se oía la conocida sintonía de Radio Nacional, todas las chicas «decentes» tenían que estar «recogidas», pues ya eran las diez, hora en que solo las fulanas iban por la calle...

Y cuando las circunstancias fueron cambiando y nosotros, que habíamos dado el salto a la Universidad, al trabajo o donde fuera, dimos paso a las generaciones del PREU-COU, la ciudad no parecía la misma. Ellos dejaron de pasear tan formalmente por esas calles centrales, por donde ya pasaban motos y algún que otro coche, y dieron en reunirse en lo que ellos bautizaron «La plaza de los Colgaos», que entonces tenía unos hermosísimos árboles, que se talaron yo aún no sé la razón. Y esta hornada de muchachos (y muchachas) ya iban juntos como camaradas, no como vírgenes o vestales, y montaban bailes en las casas a los que llamaban «guateques», bebían y los chicos llevaban el pelo largo como los Beatles, cosa que exasperaba a los padres, abuelos, curas, beatas y público en general. Para más inri, un poco más tarde llegaron los hippies con sus pintas, su filosofía liberal, nada que ver con la estricta de los católicos, y sobre todo trajeron la marihuana, que llevaba a los pobres mortales católicos -que éramos entonces todos- a pensar que aquello nos introducía, de hoz y coz, más allá de la excomunión. Esas fueron las terceras generaciones, ya lejana la cruda barbarie nacional y pienso que las cuartas se enfrentaron a los disturbios del 68 y recibieron la esperada Democracia con una ilusión sin límites. No olvidemos que las primeras se nos perdieron a nosotros en la lejana etapa de la República, con nuestros padres como protagonistas.

Hoy ya no distingo los límites de las generaciones. Se cuentan cuatro por siglo y se me perdió la primera del XXI en que ya estamos. Tal vez está por el extranjero buscando trabajo. O perdida en Internet, o en eso que llaman la Nube... Lo cierto es que para los países ya no cuentan las generaciones como antes se hacía, según acontecimientos nacionales y costumbres autóctonas, ya todo se ha mezclado en eso que llaman LA RED, que debe ser algo así como una enorme telaraña en donde todo hijo de vecino anda enganchado. En mis tiempos ese artilugio, como mínimo, hubiese sido pecado o, en su defecto, comunista.

P. D.: Han de perdonar mi querencia a relatar mi largo antaño, pero es que el hogaño está tan crispado y falto de cordura...