Es sabido que Ulises a su regreso a Ítaca no fue reconocido por ninguno de sus allegados o paisanos, sino por la anciana sirvienta que le había cuidado de niño y a la que le correspondió prestarle los servicios de la hospitalidad: mientras lavaba a quien tenía por un viajero, la mujer reconoció la herida que Ulises se había hecho en una de sus andanzas infantiles.

La idea de que cada uno de nosotros somos identificables por nuestras heridas recorre desde entonces toda nuestra historia cultural, hasta llegar a Freud y su psicoanálisis que indaga bajo las vestiduras del olvido los traumas infantiles que se supone que nos hicieron como somos. Así que las cicatrices del alma nos identifican tanto al menos como las del cuerpo.

Esa misma idea es aplicable a los países y las comunidades que cabe reconocer como tales precisamente mediante sus heridas. De ahí que la creación de una identidad nacional suela servirse de derrotas, invasiones, represiones y sojuzgamientos para auspiciar el sentimiento de formar una comunidad particular. Por eso un cierto victimismo es frecuente entre los nacionalismos reivindicativos.

Pero también en las naciones constituidas como estados hay líneas de fractura que son como cicatrices que les identifican al señalar las debilidades o fallas conflictivas de su estructura social o cultural. Dichas cicatrices cubren heridas tan hondas como las partes hayan porfiado en profundizar sus conflictos, y en eso nosotros hemos llegado muy lejos.

No obstante, la Transición española consiguió la sutura entre las dos Españas que habían protagonizado la mayor parte de los más feroces y cruentos enfrentamientos entre los españoles del siglo XX y aun desde mucho tiempo antes. Hicieron falta muchas desgracias padecidas e infringidas mutuamente para que unos y otros se avinieran a convivir definitivamente juntos y en paz. La democracia española surgida con la Constitución del 78 supone al respecto una victoria tardía pero honorable de moderación dispuesta a poner la convivencia libre y pacífica como principal bien político.

Desde esa perspectiva estos cuarenta años han supuesto una exitosa empresa común de alcance ciertamente histórico. No valorar sus logros, obviamente limitados y mejorables, no implica solo una cierta incultura política e histórica, sino que no pocas veces pone al descubierto el repudio de aquella moderación nuclear como disposición política básica. De ahí que tanto los independentistas como quienes propugnan el final de lo que llaman el régimen del 78, con frecuencia parezcan situarse más bien en posiciones previas y anteriores a la Transición, cuyo aliento cívico no logran sostener y parecen querer malograr.

Sin embargo, la Transición no fue un proceso del todo pacífico, aunque turbulento, como se suele decir. Hubo muchos muertos, mutilados y huérfanos, si bien casi todos del mismo bando: la joven democracia española. En efecto, la violencia terrorista del independentismo vasco fue durante mucho tiempo el factor más grave de desestabilización que puso a prueba las recién estrenadas instituciones y costumbres democráticas. Esa violencia suponía la negativa a formar parte de un sistema político moderno cuya comunidad y límites se querían definir a mano armada y sin contar con más opinión que la propia y la de los propios.

Por suerte, esta vez la derrota les sobrevino a los que más habían matado y más odio y vileza habían transformado en ideología. Desde entonces parece que el nacionalismo más cívico del País Vasco ha abandonado ahora sí con nitidez el enfrentamiento y la rabia como motor emocional de un proyecto nacional. Pero siguen ahí como testigos de una línea de fractura en nuestro país que se está convirtiendo en la herida nacional, y que tiene estos días su escenario menos honorable en las instituciones autonómicas catalanas.

Desde finales del siglo XIX, en el contexto de la crisis que supuso la pérdida de los territorios de ultramar y al rebufo del romanticismo y sus entusiasmos medievalistas, etnofolclóricos y lingüísticos, los tradicionalismos vascos y catalán -de hondo arraigo católico- fueron esculpiendo una identidad política definida por su diferenciación de lo español en términos más o menos antagónicos, y hasta racistas en algún caso.

Tales movimientos, deslealmente efervescentes durante los periodos republicanos y soterrados con humillación durante el franquismo, resurgieron en el escenario político rehabilitados por las libertades ganadas durante la Transición. El nuevo régimen democrático implicó además unas amplísimas cotas de reconocimiento y autogobierno, que ahora han transformado en plataformas institucionales para la sedición contra el propio orden legal, institucional y político que los erigió.

Todo lo anterior ocurre propiciado por innumerables torpezas e ingenuidades políticas, pero, principalmente, porque los partidos políticos que protagonizaron los acuerdos constitucionales rompieron -por acción, omisión o reacción y con motivo de las reformas de estatutos autonómicos- su compromiso de construir un país sin excluir a los adversarios políticos. Esa ruptura llevada frívolamente incluso a la discusión de las formas mismas del régimen, y alentadas por la aparición de maximalismos crecidos entre las penalidades sociales de la crisis, han terminado por reabrir dramáticamente la herida que ahora nos sobrecoge, pero en la que podemos reconocernos.

Aquellos antiguos tradicionalismos de afinidades católicas se transformaron primero en burguesías urbanas liberales y de ideologías secularizadas que formaron los primeros partidos nacionalistas de la democracia, para fundirse después con los aportes de una nueva izquierda surgida de la rehabilitación ideológica de lo local frente al internacionalismo mercantil de la última globalización. Y así, aquellas antiguas nostalgias melancólicas de naciones ancestrales se han hibridado con los radicalismos pseudodemocráticos de los herederos más montaraces de las izquierdas revolucionarias, hasta componer la escena que nos ha ofrecido el parlamento autonómico catalán esta semana.

Pero por penosa que sea la escena, y lo es mucho, las disparatadas realizaciones de los ánimos independentistas son el cúmulo de lo que somos y hemos hecho, convertido en una herida que nos identifica y cuya cura ya no podremos abordar hasta que decaigan los efectos largamente duraderos de los delirantes pero dramáticos actos de estos días y los que vendrán.

¿Cuándo tendrá nuestro país políticos con la formación y la visión para evitar que nos sorprenda nuestra propia historia? Tal vez esta falta de visión sea lo más peligroso de nuestra situación, y, más en general, de la democracia de nuestros días.