Viene al caso rememorar este célebre y antiguo dilema solventado por Francisco de Quevedo y Villegas, a propósito de la rebelión catalana del siglo XVII, al afirmar que no era por el huevo ni por el fuero.

Recientemente, el independentismo catalán ha vuelto por sus fueros con denodado entusiasmo, sin reparar en zarandajas legales. Aunque nunca había cejado en el empeño de instaurar un nuevo orden constitucional en Cataluña, es ahora cuando se ha consumado el desafuero. ¿Qué es el estado de derecho frente a la imperiosa necesidad de implantar la república catalana? Una nadería, un leve inconveniente fácilmente prescindible en aras de alcanzar el fin supremo.

Nada como urdir en la clandestinidad estival un puñado de normas con apariencia de ley para justificar la seriedad del «procés»; nada como la simulación jurídica para encandilar a los adeptos; nada como disponer de textos con ropajes legislativos para lamentarse por el agravio que supone su impugnación y suspensión por el Tribunal Constitucional. Una ofensa a la democracia, dirán.

Pero a esta situación no se ha llegado por casualidad y, desde luego, no únicamente por la acción de los secesionistas, sino también por la omisión de una respuesta congruente al desafío. El silencio o la inacción prestan un consentimiento tácito igualmente grave. Como reza el viejo adagio «qui tacet consentire videtur si loqui debuisset ac potuisset», «quien calla se entiende que consiente si debió y pudo hablar».

Esta semana hemos asistido con pasmo continuado a la aprobación acelerada en el Parlament de una retahíla de propuestas y proposiciones de ley, como la del referéndum de autodeterminación o la de transitoriedad jurídica y fundacional de la república.

Resultó patética la escenificación en el Parlamento catalán de la legalidad pervertida. Carme Forcadell, su desaforada presidenta, mostró una propensión indisimulada al ejercicio autoritario del poder, se esmeró en impulsar aceleradamente los trámites contra legem, desoyendo a los letrados de la Cámara, vulnerando los derechos de los parlamentarios y haciendo tabula rasa de las leyes catalanas. Al final, la aprobación vertiginosa e intempestiva de las «leyes de desconexión» colocaba a Cataluña en una situación preconstituyente.

El esperpento llegó al punto de resultar hilarante; realmente parecía una broma, una actuación jocosa sin ánimo de producir efectos jurídicos, pero con apariencia de seriedad. Lamentablemente, se ha perdido la oportunidad de disponer de este categórico ejemplo para explicar en las facultades de Derecho las declaraciones «iocandi causa».

La aprobación de Ley del referéndum es el punto de partida de la declaración de independencia y se esgrimen las bondades del mero acto de votar como argumento irrefutable para consumar y convalidar la ilegalidad.

Por su parte, la Ley de transitoriedad jurídica y fundacional de la república es la «norma suprema» hasta que se apruebe la Constitución catalana; instaura una «república de derecho, democrática y social» sometida a la condición suspensiva del triunfo del sí en el plebiscito; exhibe una unilateralidad delirante en relación con la doble nacionalidad, la Unión Europea y las organizaciones internacionales; establece sin recato la inmunidad de los gobernantes y la amnistía de los condenados por delitos relacionados con el independentismo; crea un poder judicial y una sindicatura electoral sometidos al poder ejecutivo y deja patente la quiebra del principio de legalidad y el de jerarquía normativa al degradar las leyes orgánicas, el Estatuto de Autonomía de Cataluña y la Constitución española al rango de leyes ordinarias. Y hay mucho más.

La mentada ley es una ficción jurídica fundadora de un simulacro de estado anticipadamente.

En definitiva, no estamos ante un proceso legítimo y coherente sino ante una revolución sine lege con traza de legalidad, otro triste paradigma de la tergiversación del Derecho al servicio de un fin político.

¿Y si finalmente fuera más por el huevo que por el fuero?