Comparto muchos de los adjetivos con los que se ha descrito la situación vivida en el Parlamento de Cataluña, a lo largo de la semana. Es imposible no sentir vergüenza ajena ante semejante esperpento. Y, como me revientan los meapilas que se ajustan a lo que es políticamente correcto, también coincido con quienes lo consideran un nuevo atetado contra la democracia española ?y la catalana, por cierto-, solo superado por la intentona golpista del 23-F. Incluso me preocupa que se haya vuelto a evidenciar la irracionalidad del ser humano. Pero, por encima de todo, siento pena porque Cataluña no merece este maltrato. Menos aún, cuando procede de sus propios representantes.

Con su despotismo, los independentistas hacen gala de la inmadurez propia de quien no ve fructificar sus sueños de grandeza. Al margen de las consideraciones legales, lo sucedido en el Parlament es un nuevo episodio de esta farsa que, durante décadas, algunos ególatras han intentado construir. Bien se trate de una bufonada, bien de un delirio megalomaníaco, la historia reescrita de Cataluña apuntaba maneras de lo que llegaría a suceder, más pronto que tarde. Mal estarían ya las cosas, cuando se empezaron a dar por ciertas las estupideces del Institut Nova Història, certificando la catalanidad de Cristóbal Colón -por cierto, pretendido antepasado de Artur Mas-, Cervantes, Hernán Cortés, Pizarro o Leonardo da Vinci. Hasta la bandera estadounidense, con sus barras y estrellas, proclaman que es de origen catalán. Ya saben: dime de qué presumes...

La historia de Cataluña es suficientemente rica y variada. Aderezarla con tanta patochada acabó por convertir la admiración en sarcasmo. Percibir a Cataluña como ombligo del mundo no ha sido extraño para muchos y, sin embargo, dudo que la mayor parte de los catalanes compartan esta ficticia reconstrucción de su pasado. Pero, eso sí, desde el silencio. O el miedo. Y ahí empieza la pena, cuando un pueblo culto acaba por asumir estas fantasmadas, al igual que actúa el nuevo rico adquiriendo un título nobiliario para reconstruir su pedigrí. Las reivindicaciones ante Madrid ?muchas de ellas justas; otras, no tanto-, se mezclaban con estos sueños de grandeza. Entre ellos, por cierto, ese afán imperialista de unos supuestos Països Catalans ante los que se plegó gran parte de la izquierda valenciana. Será cuestión de recordar la letra de Els Segadors: «Endarrera aquesta gent tan ufana i tan superba» («Atrás esta gente, tan ufana y tan soberbia»). Aunque, según parece, los soberbios ahora son otros.

El delirio ha producido dos leyes ?la del Referéndum y la de Transitoriedad- que deben ser consideradas como las dos primeras obras magnas de lo que, la pretendida nueva República, ofrecería a Cataluña y a los catalanes. Del procedimiento para su aprobación parlamentaria, ya se desprende que el sistema político quedaría bastante lejos del concepto habitual de democracia. El debate se suplanta por un «per collons» o, en el mejor de los casos, aplicando una versión adaptada de la democracia bolivariana. Vaya, que aquí votan quienes decimos que deben votar. Cuando ni las propias instituciones catalanas han sido respetadas, es evidente que el problema va más allá de la ruptura con el resto de España; en realidad, se trata de romper con la democracia. Este parece ser el verdadero objetivo de estos nuevos filonazis del PdCAT, ERC y la CUP. Pero dudo que sea ésta la intención de la mayoría del pueblo al que dicen representar.

Algunas de las razones de fondo que esgrime el nacionalismo catalán, pueden ser de fácil comprensión; otras, no tanto. El hartazgo de que España parece acabar en la M-30 ?acertada expresión que, por cierto, escuchaba esta semana de un político extremeño-, es compartido por muchos. Que al gobierno central le falta amplitud de miras ?independientemente de quien lo presida-, tampoco es novedad. Ahora bien, el cuento de que «España nos roba» no es tanto así, porque la redistribución de riqueza es el mecanismo necesario para alcanzar la equidad y demostrar la solidaridad interterritorial. Esta semana se daban a conocer las últimas balanzas fiscales, evidenciándose nuevamente que la Comunidad de Madrid sigue aportando mucho más que Cataluña. Y que nosotros, los valencianos, somos los únicos pobres que entregamos más que lo que recibimos. En consecuencia, no hay razón para la queja, aunque siempre quepa reclamar un trato aún más favorable, como el que reciben vascos y navarros. Ese es el agravio que cuesta digerir y sobre el que se debe actuar. Guste o no, puede tratarse de una reclamación justa o, cuando menos comprensible. Otra cosa es que justifique, en si misma, un acto de sedición y legitime conducir hacia el caos a todo un pueblo.

Es fácil hacerse una idea de la magnitud del engaño. Basta con echar un vistazo a los motivos que los independentistas aportan para argumentar sus pretensiones. En la prensa afín al régimen secesionista, encontraremos las explicaciones más inverosímiles. Afirmar que, con la independencia, Cataluña tendrá voz en los organismos internacionales ?incluyendo Naciones Unidas, por supuesto- o que el catalán será reconocido como idioma oficial en la Unión Europea, es tomar a los catalanes por imbéciles. Que la independencia conlleve la participación en los Juegos Olímpicos o en Eurovisión, como también se asegura, tal vez sea más factible. Lo realmente grave es que tantos y tantos catalanes sigan creyendo que todo lo prometido será finalmente una realidad. Este es el independentismo charnego que inició Carod-Rovira y que ahora abrazan los Fachín, Gabriel o Rufián. Porque el problema no radica en el nacionalismo histórico en si mismo ?¿comparten las pretensiones actuales del Govern?-, sino en su peligrosa conjunción con unos antisistema de dudoso arraigo territorial. Cataluña está ahora en sus manos. No, no lo merecen.

Hay quienes claman ahora contra los catalanes, sin distinción alguna, olvidando a los millones de rehenes que quedan atrapados entre dos frentes. Es momento de responder a la provocación con respeto y prudencia, rompiendo el plan de ruta que, dirigido hacia la colisión, vienen diseñando los independentistas. Una reacción catalanofóbica sería tan injusta como la que ya vienen sufriendo otros colectivos. Las formas utilizadas por el parlamento y el gobierno catalanes, han deteriorado gravemente la imagen externa de Cataluña. Como resultado, quienes aspiraban a construir un imperio acabaron por mostrar una imagen de república bananera, con el único apoyo de fulanos del pelaje de Nicolás Maduro. Ya es éste un castigo ?seguro que excesivo- que a todos alcanzará, por la culpa de solo unos cuántos.

Cataluña precisa una solución política, de cuya ausencia es tan responsable el gobierno autonómico como el nacional. No hay otra salida. Porque el enemigo no es Cataluña, ni los catalanes. No es España, ni los españoles. Solo algunos.