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Los tanques de Puigdemont

El juego de provocaciones entre el gobierno de Barcelona y el de Madrid toca a su fin. Hasta ahora todo se reducía a saber cuál de los dos perdería antes los nervios para dar un paso en falso. El de Barcelona cuidando de no incurrir en ilegalidad flagrante antes de tiempo, y el de Madrid no excediéndose en el uso de las abundantísimas medidas de fuerza que la legalidad pone en sus manos. Porque la gran baza del primero de ellos es, precisamente, su debilidad. Y en esa evidente desproporción se desenvuelve el pulso dialéctico entre el presidente del Gobierno del Estado y el presidente de la comunidad autónoma que aspira a convertirse en Estado. El victimismo, qué duda cabe, ha sido una de las armas preferidas (y más eficaces) de la minoría nacionalista durante los casi cuarenta años que van desde la entrada en vigor de la Constitución a la actualidad. Y la que más concesiones ha conseguido arrancar al Estado. Por tanto, sería una baza inestimable para las pretensiones de los secesionistas la imagen de los tanques del ejército español desfilando por las calles de Barcelona para reprimir los anhelos de independencia. Una imagen de tanto impacto como pudiera ser la del señor Puigdemont tras las rejas de la cárcel con todo su gobierno y la señora presidenta del Parlamento catalán, en una recreación de la famosa foto de octubre de 1934 cuando Lluis Companys entró en prisión tras la fallida proclamación del Estado catalán y la subsiguiente intervención del Ejército por orden de las autoridades de la República. Nadie cuenta con que situaciones parecidas puedan darse en estos tiempos, pero la expresión del deseo de que tal cosa suceda por parte de los señores Puigdemont y Turull parece evidente, y no deja de constituir una grave irresponsabilidad. Insinuar tal cosa en una de esas tertulias desaforadas de la radio o de la televisión ya es miserable pero en boca de dos de los máximos representantes del Estado en la comunidad autónoma es un disparate. La Cataluña actual no tiene punto de comparación con la Hungría de 1956 cuando las protestas de la población fueron reprimidas duramente por tropas de la Unión Soviética con utilización de tanques. Ni tampoco con la Checoslovaquia de 1968 cuando las propuestas de Alexander Dubcek en favor de un "socialismo de rostro humano" fueron igualmente abortadas por una poderosa maquinaria de guerra rusa compuesta por 200.000 soldados y 2.000 tanques. Y aun menos con la China de 1989 cuando una revuelta estudiantil fue reprimida sin contemplaciones en la plaza de Tiananmen. De ese suceso, pasó a la posteridad la foto de un manifestante enfrentándose sin armas a un tanque del ejército chino. El uso de tanques para torcer los deseos de libertad popular se ha convertido en un icono de la desproporción de fuerzas entre un Estado represor y una ciudadanía sojuzgada. No es el caso. En España, el último episodio de ese conflicto lo vivimos el 23 de febrero de 1981 cuando el general Milans del Bosch sacó en Valencia los tanques a la calle durante el intento del golpe de Estado. Y menos mal que no lo secundó la Acorazada Brunete que estaba dispuesta para tomar Madrid.

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