La política es el territorio del acuerdo por excelencia a través del razonamiento y el convencimiento de los demás, con el fin de poder tomar decisiones que permitan alcanzar objetivos de distinta naturaleza. De esta forma, los intereses de la mayoría son representados por quienes ostentan el poder (democráticamente, se supone) para lograr así mejorar la sociedad, facilitar la convivencia y organizar la vida de las personas. Por ello, la importancia del diálogo y la negociación para alcanzar alianzas y compromisos tan socialmente amplios como políticamente diversos.

Bien es cierto que en España, donde estamos demasiado acostumbrados a que se gobierne a golpe de ordeno y mando bajo el efecto de las mayorías absolutas, la cultura del acuerdo no parece presidir la construcción reciente de nuestra cultura democrática. A la vista está, se mire por donde se mire. Y todo ello ha sido sustituido por el espejismo del pactismo, hasta el punto que cada vez que los políticos tienen que afrontar un problema de un cierto calado apelan a una palabra mágica, como si su sola mención fuera garantía de que va a solucionar cualquier desafío, por enorme que éste sea: el pacto.

Desde la Transición misma a través de los famosos Pactos de la Moncloa, la apelación al pacto parece querer lograr un solemne acuerdo que galvanice a distintas fuerzas políticas y sociales en la búsqueda de soluciones a grandes retos que deben afrontarse en nuestra sociedad. El pacto parece encarnar en sí mismo un diálogo sujeto a concesiones por todas las partes que lo alcanzan, si bien, quien ostenta el poder es quien tiene mayor capacidad para hacer valer sus intereses. La cultura del pacto es mundial, hasta el punto que algunos de los mayores problemas globales han tenido respuesta mediante solemnes pactos internacionales, como ha ocurrido con el pacto mundial contra la tortura o el pacto contra el cambio climático, o Acuerdo de París. Ahora bien, la firma del pacto no significa, ni mucho menos, que éste vaya a ser aplicado ni siquiera que se actúe en sentido contrario, como ha ocurrido recientemente con Estados Unidos y el pacto contra el cambio climático, del que Donald Trump ha anunciado su abandono.

Pero en España se ha acabado por sustituir la política por un pactismo indiscriminado que se trata de aplicar a todo y a todos los niveles y escalas, que lejos de construirse sobre la base de diálogos y consensos se dibujan a base de confrontaciones y antagonismos, para ser después utilizados como armas arrojadizas. Falta imaginación democrática y capacidad de discusión política, que ha sido sustituida por el seguidismo partidario y la inquebrantable lealtad al líder de turno, haga lo que haga y diga lo que diga.

De esta forma, para las pensiones tenemos el Pacto de Toledo, aunque todos sepamos que la hucha de las pensiones se ha vaciado y exista una gigantesca incertidumbre sobre su financiación. También hay un pacto salarial, aunque las nóminas sean cada vez más exiguas, un pacto nacional del agua que sirve de bien poco, un pacto en defensa de la sanidad privada y otro para defender la sanidad pública, un pacto contra la corrupción de eficacia más que dudosa, un fallido pacto antiyihadista, por la justicia, de regeneración, de transparencia, de I+D+I, de investigación, por la infancia, constitucional, presupuestario junto a otros muchos. Incluso, cuando se quiere dar más realce a este acuerdo se le apellida «de Estado», como sucede con el fallido pacto de Estado de educación que el PP se negó a firmar con el PSOE pero que ahora reclama, o el pacto de Estado sobre la inmigración irregular que promovió el Gobierno de Zapatero.

Más recientemente, en el mes de julio, se firmó solemnemente el último de estos compromisos, el pacto de Estado contra la violencia de género, ampliamente reclamado por diferentes fuerzas políticas y sociales. Qué duda cabe de que un problema tan importante debe contar con políticas ampliamente respaldadas, dotadas de medios y recursos adecuados. Pero lamentablemente, ni el pacto va a evitar que se siga produciendo violencia contra las mujeres, como hemos visto desgraciadamente desde su aprobación, ni su firma asegura que su contenido vaya a ser respetado y llevado a la práctica, como bien demuestran otros muchos ejemplos anteriores.

La democracia es inherente al conflicto, resolviéndolos mediante mecanismos pacíficos. Convertir un pacto en un fin en sí mismo, olvidando que la política, la buena política, exige un trabajo continuo y una discusión permanente desde la base de avanzar sobre las diferencias, en lugar de pretender disolverlas a golpe de pactos, es un ejercicio pendiente. Necesitamos entender que la democracia implica también el debate político y la confrontación de ideas. No siempre es obligado alcanzar pactos para todos los asuntos, aunque sean trascendentes. En política, en ocasiones, resulta más beneficiosa una buena discusión que un mal pacto.

@carlosgomezgil