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Afganistán, la guerra interminable

El repunte del conflicto, tres años después de la retirada ordenada por Obama, obliga a Estados Unidos a enviar otros 4.000 soldados

El 7 de octubre de 2001, Estados Unidos y el Reino Unido bombardearon Afganistán. El objetivo de su invasión, respaldada por las Naciones Unidas, era claro: desmantelar Al Qaeda y acabar con el régimen talibán que gobernaba el país y auspiciaba a esta organización terrorista, reemplazándolo por una democracia. Dieciséis años después, los talibanes controlan el 43% del territorio de un país en el que no se ha alcanzado ninguno de esos objetivos, lo que ha obligado a Washington aprobar el despliegue de 4.000 soldados más.

Para explicar el actual conflicto en Afganistán es preciso remontarse a su origen con la invasión soviética en 1979. Ese fue el origen de los muyahidines: guerrillas de integristas musulmanes que, a pesar de su pobre armamento, eran buenos conocedores del terreno y lograron la derrota y expulsión del Ejército rojo al cabo de 10 años de guerra, en 1989, apenas dos años antes del hundimiento de la URSS.

Los muyahidines son el origen de terrorismo islamista actual. En la guerra ruso-afgana, por primera vez, combatientes provenientes de distintos países musulmanes convergían en Afganistán en respuesta a un llamamiento internacional a la “guerra santa” (yihad) contra el invasor infiel. En el contexto de la Guerra Fría, los muyahidines recibieron apoyo por parte de países como Estados Unidos, una práctica habitual en el transcurso de esta confrontación. Treinta años después de que Washington viera en Afganistán la oportunidad de hacer que los soviéticos tuvieran “su propio Vietnam”, dos aviones impactaron contra las Torres Gemelas en Nueva York, perpetrando el mayor atentado terrorista de la historia. Sin embargo, pese a pagar ese alto precio, los estadounidenses no erraron en su objetivo inicial: Afganistán fue un episodio clave en el desmoronamiento de la Unión Soviética.

De por sí, Afganistán es un territorio prácticamente ingobernable. Al crisol de tribus, etnias y confesiones hay que añadirle temperaturas extremas y un terreno montañoso, escarpado, intransitable en numerosas ocasiones, que resulta el escenario perfecto para una fuerza militar que actúe en forma de guerrilla y plantee una guerra asimétrica.

Frente a este tipo de guerra, los ejércitos convencionales emplean cuantiosos y costosos recursos obteniendo, a pesar de ello, resultados muy pobres. Cazas, drones, blindados y artillería pesada se movilizan frente a grupos reducidos de infantería que, con fusiles y ametralladoras, atacan desde posiciones elevadas y luego se desvanecen entre las montañas. Las fuerzas militares convencionales todavía no han descubierto una forma efectiva de afrontar los escenarios bélicos de tipo asimétrico.

En Afganistán, un país dibujado por el colonialismo europeo del siglo XIX sin ningún arreglo a cuestiones étnicas, confluyen varios conflictos. Por un lado, el interétnico entre la tribu mayoritaria de los pastunes y las demás etnias del país como los tayikos, los uzbekos o los hazaras. Después, el conflicto intraétnico entre los propios pastunes, divididos a su vez entre los durrani y los ghilzai. A estos dos conflictos se suman otros como la oposición entre los religiosos reaccionarios y los progresistas de planteamientos más occidentales; la irreconciliable fractura entre suníes y chiíes, y, ahora, con el avance talibán, el peligro de una irrupción en el país del grupo yihadista Estado Islámico.

La pésima red de infraestructuras sanitarias, educativas y de transporte del país más pobre de Asia (la única vía asfaltada en Afganistán es una carretera que circunvala todo su territorio), junto con una población cuya tasa de analfabetismo es superior al 70% y sufre un desempleo que ronda el 40%, vuelven todavía más difícil la derrota de la insurgencia talibán, que se nutre del gran auge del cultivo de drogas y recibe un considerable apoyo popular ante la descontrolada y estructural corrupción del Gobierno de Kabul. Un Gobierno que, si hace un año controlaba más del 70% del país, ahora conserva en su poder poco más de la mitad y no es capaz ni de garantizar la seguridad en la propia capital. Kabul, además, es incapaz de sostenerse económica y militarmente sin la ayuda de Occidente. Sin el dinero y las tropas de Occidente, el endeble Estado afgano colapsa.

Estos dieciséis años de guerra han supuesto para Estados Unidos un gasto de más de 700.000 millones de dólares (unos 590.000 millones de euros). Bajo el mando de la OTAN se han llegado a desplegar hasta 130.000 soldados de un total de 51 países. Desde la retirada de 2014, unos 15.000 permanecen desplegados en el país, de los cuales 11.000 son estadounidenses. La de Afganistán es, con diferencia, la guerra moderna más compleja, larga y costosa a la que se han enfrentado los países de la Alianza Atlántica. Sin embargo, hasta hoy ha resultado imposible cerrar un conflicto cuyo abandono provocaría la inevitable caída del Estado afgano, la vuelta al dominio talibán y la cesión al yihadismo global de un territorio inconquistable. El envío de más tropas anunciado el pasado 21 de agosto por Trump, tradicionalmente partidario de una retirada total, no hace sino confirmar la encrucijada a la que ha llegado esta interminable guerra: ni la victoria es posible, ni la retirada una opción.

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