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El Rey no tiene la culpa

Desconcierta leer editoriales y comentarios que, en un torticero ejercicio de desplazamiento de responsabilidades, acusan al Rey de errar con su presencia en la manifestación de Barcelona. Como desconcierta leer tantos titulares que, amparándose en la memoria de las víctimas, la ensucian con grosera zafiedad al resaltar la instrumentalización soberanista de la protesta y relegar el homenaje rendido a los muertos.

El Rey hizo lo que tenía que hacer de acuerdo con la reformable constitución vigente: encarnar el Estado de cuya "unidad y permanencia" es símbolo. Y lo hizo, encajando con aplomo el escarnio, por un par de buenas razones. En primer lugar, para contraponer su figura al previsible protagonismo -la elegancia es ajena a la actual coyuntura- que el independentismo iba a cobrar al ejercer su derecho a la libre expresión. En segundo lugar, porque el presidente del Gobierno, imagen ausente de los atentados desde el primer momento, se había quedado sin estatura para desempeñar ese papel.

Felipe VI se ha visto, pues, obligado a manifestarse, aun a sabiendas de que saldría salpicado. Igual que se vio obligado a ir a Galicia su padre en 2002 cuando la negativa de Aznar a desplazarse a las tierras manchadas por el alquitrán del "Prestige" -los "hilillos de plashtilina" del ministro Rajoy- era ya mucho más que clamorosa.

Rajoy es hombre de poca imaginación y su única táctica política es el arronche. Le funcionó en la larga crisis parlamentaria del año pasado y con probabilidad le funcionará en la crisis soberanista catalana. Pero su inercial ausencia de las pantallas en la tarde del atentado de Barcelona fue más estulticia que arronche. Porque dejó todo el campo libre a Puigdemont para mostrarse ante Cataluña, España y el mundo con ropajes de presidente de la República catalana. Y de esa dejación, que en un reino vuelve necesario el desembarco del rey, Felipe VI no tiene la culpa.

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