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Bartolomé Pérez Gálvez

De miedos, gilipollas y hermosas palabras

De la barbarie se aprende, aunque siempre a fuerza de palos. A nadie agrada el método, pero no hay otro cuando afrontamos tragedias como la ocurrida en Barcelona y en Cambrils. Disculpen que no comparta el discurso socialmente correcto de quedarnos en emotivos homenajes y que, por el contrario, defienda el pragmatismo. Desde el máximo respeto a la libertad humana, aunque asumiendo que ésta, en ocasiones, pueda quedar limitada. Ya me la recortan terroristas, maltratadores y demás alimañas. Quiero respuestas y no lamentos. Estoy harto -seguro que como muchos de ustedes- de las palabras y los gestos de quienes acaban buscando rédito político en el sufrimiento.

Despierto al drama con esa peculiar declaración de los chicos de la CUP que, por no cargar tintas contra el extremismo yihadista, prefirieron considerar la masacre de las Ramblas como un ejemplo de «terrorismo fascista fruto de las lógicas internacionales del capitalismo». Ahí es nada. Apenas transcurridas unas horas desde la macabra actuación de unos psicópatas, que dicen luchar por una religión que nunca ha preconizado la violencia, esta panda de vividores ya intentaban sacar partido de la situación. Luego vendría su rechazo a manifestarse junto a Felipe VI en un mismo acto. Obvian, como es evidente, que se trata del Jefe de ese Estado al que no quieren pertenecer pero que, contradictoriamente, les da de comer. No pasa nada, los antisistema seguirán manteniendo su modus vivendi en una sociedad que, por su mojigatería, llega a aceptar en su seno a quienes tienen por objetivo su destrucción. Pero aquí somos así y no tenga usted las narices de decir lo contrario, a riesgo de ser tachado de facha.

Tampoco el tuit de la Fundación Internacional de Derechos Humanos, tiene desperdicio alguno. Por cierto, no confundan tan pomposa denominación con ningún organismo internacional de especial relevancia. Se trata de una ONG creada hace apenas cuatro años en un pequeño municipio de Lleida, aunque ahora su domicilio conste en Madrid. En un alarde de supremacía moral, se han permitido exhortar a los Mossos d'Esquadra a que no utilicen jamás la expresión «piel oscura», para describir a los sospechosos de la matanza de Barcelona. Sí, así de contundentes: «exhortan» para que no se haga «jamás». Como bien apunta Arturo Pérez Reverte, equiparar la descripción del color de la piel de un sospechoso de terrorismo, con un acto de racismo o xenofobia, solo es propio de gilipollas. Observo, por cierto, que algún medio critica el acertado uso del término elegido por el académico. Pues lean su definición antes de opinar, pedazo de cenutrios.

Desde la derecha -ojo, que aquí todo el mundo rasca bola-, se arremete contra Ada Colau, a quien se culpa de no blindar las calles con bolardos. La alcaldesa de Barcelona podrá tener mil defectos, pero es inaceptable culpabilizarle, en grado alguno, de un hecho tan deleznable como complejo de prevenir. Pero la cuestión sigue siendo la misma: sacar beneficio del dolor ajeno. Y Joaquim Forn, conseller de Interior de la Generalitat, prefiere diferenciar entre fallecidos catalanes y españoles. Toda situación es buena para mantener el discurso del independentismo. Eso es lo que importa a Puigdemont y su gente.

Dicen que no tenemos miedo. O, al menos, parece que lo correcto es adherirse a esa afirmación. Coincido con quienes piensan que no hay razón para aterrarnos, pero por razones estrictamente probabilísticas. Si tuviera que preocuparme por morir, debería atender más a la posibilidad de sufrir un infarto o de cascarla en un accidente de tráfico. El riesgo de que sea víctima de un atentado es ínfimo y, en consecuencia, claro que no hay motivo para el miedo. Sin embargo, recurrir a eslóganes que no hacen otra cosa que deformar la realidad me parece una suma estupidez. No, no tenemos miedo. Pero, inseguridad, toda. Llamemos a las cosas por su nombre.

Así no se derrota a los asesinos. Nos han jodido y, si no cambiamos, seguirán haciéndolo. Pocos resultados hemos obtenido con la costumbre de pasar página con frasecitas hermosas, aplausos y demás parafernalia. Ignoro cuál es la utilidad de las manifestaciones multitudinarias, más allá de su indudable valor como medio para transmitir condolencias a familiares y allegados. En este país tenemos buena tradición de repudiar a los criminales pero, al mismo tiempo, permitimos que paseen libremente por la calle. Terroristas o maltratadores, la misma mierda humana son. Porque, permítanme el recuerdo, la violencia de género también es equiparable a la negra historia de la ETA, los GRAPO o, ahora, del maldito ISIS. Nos ponemos lazos, dedicamos emotivas palabras o nos pintamos las manos de blanco. De nada sirve. Miguel Ángel Blanco aún está en la memoria colectiva de este país. Como otros tantos, por supuesto. Pero aquel gesto de repulsa y dolor de millones de españoles, años después se convirtió en un nuevo ejemplo de la profunda desunión de la clase política ante la barbarie. Del dolor, pasamos a la vergüenza.

Las otras víctimas inocentes de esta perversa tragedia son los propios musulmanes. No caben gestos de odio, ni siquiera de malinterpretada prevención hacia ellos. Tanto debe esta sociedad al mundo árabe, como al cristiano. No se trata del simple respeto a ese eufemismo tan manoseado de la «diversidad», sino de un eterno agradecimiento. Otra cosa es el absurdo desmadre inmigratorio que se ha permitido en este país, que bien merece una revisión en profundidad. Porque bienvenido sea todo cuanto mejore la convivencia y engrandezca nuestra cultura, pero no cuando el resultado acabe siendo el contrario.

Si hay aspectos a revisar, el de la coordinación entre las fuerzas de seguridad o la coherencia judicial, también merece un repaso. Busquen aquí algunas de las razones de esta inseguridad -insisto, que no miedo- porque, los egos y las ideologías personales, han acabado por abocarnos al riesgo colectivo. Y, por cierto, también se echa en falta un mayor control interno de la comunidad musulmana. Supongo que, si un sacerdote cristiano preconizara una nueva cruzada, exigiríamos una respuesta contundente de la jerarquía católica y no solo declaraciones de repulsa. En cualquier caso, tengo la impresión de que estos supuestos imanes nada tienen que ver con el Islam. Como tampoco esos gobiernos que, como el iraní, condenan a morir en la horca a menores por el grave delito de ser ¡homosexuales! Mientras tanto, nuestro sistema democrático sigue amparando a quienes callan ante estas atrocidades.

Dejemos de ser tan políticamente correctos, porque necesitamos respuestas. Seguimos sin aprender que, firmeza y respeto, no son términos incompatibles entre sí. Y eso es, precisamente, lo que necesitamos.

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