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Jerry Lewis

En su inteligente y divertido diccionario de cine, Fernando Trueba, para caracterizar injustamente a los franceses, utiliza una frase malévola de Howard Stern: "Los franceses son esa clase de gente a la que le gusta Jerry Lewis". El talento de Lewis sería una leyenda piadosa inventada por colaboradores de Cahiers du Cinéma, al igual que su popularidad en los Estados Unidos de los años cincuenta y sesenta se debería al gusto irremediablemente infantiloide de sus compatriotas. El destino final de cualquier hombre es ser incomprendido, por sí mismo y por los demás. Jerry Lewis no fue un deslumbrante genio creativo ni un caricato ignorante y suertudo, sino un intérprete muy talentoso que nunca pudo definir un estilo ni un mundo cinematográfico por encima del personaje que construyó, que no era él ni era nadie.

Por supuesto que su patrimonio original se nutria de la vieja comedia del cine mudo (Senett, Harry Lagdon, Stan Laurel y Oliver Hardy) donde la gesticulación desaforada, la asimetría postural, el control atlético de un cuerpo ridículo e incontrolado, la capacidad para que un hombre parezca una rana sometida a una corriente de alto voltaje eran rasgos distintivos. Intentó y consiguió una actualización de ese legado actoral (y estético) con la palabra y con la música, pero salvo algunos squetch particularmente brillante, todo eso ha envejecido mucho. En realidad nadie recuerda una película de Lewis, sino escenas aisladas, situaciones cómicas concretas, magníficas mamarrachadas en filmes como Cenicienta, El Botones o El profesor chiflado. Más que un actor deslumbrante Lewis fue un payaso superdotado, aunque cuando había que interpretar en serio, como en El rey de la comedia, bajo la dirección de Martin Scorsese demostraba sobradamente una profesionalidad impecable, sin arrugarse un ápice por la presencia de Robert de Niro.

El suyo, como cineasta, fue siempre un irresuelto problema de enfoque, de tono acertado, de precisión estilística. Con sus visajes, su ritmo artístico y su instinto para el gag Lewis, pese a esos deslumbrados críticos franceses, no ponía en solfa el mundo, ni criticaba las relaciones sociales, ni destruía jerarquías estéticas. Era una digna diversión que se agotaba en sí misma y cuando intentó dirigir una obra maestra, El día que el payaso lloró, le salió un material tan espantoso que decidió enterrarlo para que nadie pudiera verlo, al menos, mientras estuviera vivo. No era el argumento, no, era una incapacidad congénita para construir una historia, una alegoría, un símbolo. Lo más interesante, por supuesto, es que eligiera precisamente un payaso como protagonista de su fallido do de pecho. Porque sabía que lo era y durante mucho tiempo, unos noventa años más o menos, intentó trascender su propio talento, y no lo consiguió.

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