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La primera vez que pensé en matarlo

La primera vez que pensé en matarlo era verano. Acabábamos de hacer el amor en la playa y él fumaba un cigarro mirando al horizonte, dándome la espalda. En aquel momento me pareció vulnerable, tanto como la ceniza del pitillo, que hacía equilibrios para no caer irremediablemente sobre la arena. No pronuncié ni una sola palabra. Lo observé, como observan las águilas a sus presas, en silencio, e imaginé la vida sin él. Siempre he tenido una gran imaginación.

Recordé que llevaba en mi bolso una aguja de acero con un extremo de nácar, de esas que venden los hippies para recoger el cabello. La había comprado esa misma tarde, después de que él me dijera que estaba radiante con la nuca al aire, mientras dábamos un paseo por el puerto. Hubiera sido un arma de oportunidad de lo más apropiada. Convenientemente clavada en su yugular, ni siquiera le hubiera dado tiempo a gritar con toda su sangre obstruyéndole la garganta. Imaginé su mirada de asombro y desconcierto en aquel momento. El elemento sorpresa suele ser muy expresivo en el rostro de una víctima. Lástima que la muerte no tenga tiempo para dar explicaciones.

La ceniza del cigarro se precipitó sobre la arena y un corredor nocturno atravesó la escena como una estrella fugaz. Los posibles testigos siempre han sido de lo más inoportunos y los runners últimamente son como una plaga, están por todas partes. Así que decidí esperar. El arte de la paciencia requiere de muchas horas de práctica y yo llevaba a mis espaldas toda una vida de experiencia.

Me gustaba. Tenía modales y una dentadura cuidada. Sin ser de los mejores, era bueno en la cama y siempre se daba una ducha antes de ir a dormir. Nunca eructó en mi presencia y siempre bajaba la tapa del inodoro después de utilizarlo. Pero lejos de acomodarme, sus bondades lo convertían en un reto, estimulante y excitante. Matar a quien detestas no tiene emoción ni mérito alguno, de eso se encarga cualquiera. A mí me gustaba ponerme a prueba.

Le hice saber cuánto me había gustado aquel furtivo encuentro sexual en la arena, como dos adolescentes escondiéndonos de las miradas, debajo de una barca que llevaba por nombre Dolores, pintado a pulso con dudosa caligrafía. Allí nadie nos conocía y el anonimato puede resultar de lo más excitante. Pude notar cómo se henchía su virilidad. Los hombres son tan predecibles que a veces aburren, y le hice prometer que no tardaríamos mucho en repetirlo, antes de que terminaran nuestras vacaciones y tuviéramos que volver a casa. Allí no había mar y me gustaba aquel escenario para matar a mi tercer marido rico.

Por un momento pude ver los titulares en la prensa: El magnate ruso de las finanzas muere asesinado cuando intentaba defender a su esposa de unos asaltantes durante unas vacaciones en España.

La burocracia legal haría el resto. Papeleo, convenios legislativos, conflictos de jurisdicciones, un poco de ruido mediático y algún idiota detenido convenientemente identificado por la afligida viuda rica.

Y ya está.

Ni siquiera tuve que deshacerme de mi aguja de nácar. Me gustaba mucho. La enjuagué en la orilla del mar y me la coloqué en el cabello. Declaré que le habían atacado con lo que me pareció un punzón, cuando él quiso defenderme después de entregarles su cartera, que horas antes yo misma había tirado a una papelera en un descuido.

Elegí un vestido blanco para la ocasión. Empapado con su sangre roja ofrecía de mí la imagen de la víctima perfecta. Murió entre mis brazos.

Todos fueron muy amables conmigo. Un agente me dijo que había tenido mucha suerte porque hay personas capaces de matar por un puñado de euros.

Tenía razón.

La primera vez que pensé en matarlo, recordé el motivo por el que me había casado con él.

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