Información

Información

Contenido exclusivo para suscriptores digitales

Palabras desde el Tormes

Entra el viajero por la carretera de Madrid y se mete de hoz y coz en un laberinto ordenado de sillares, luz de siglos, rojos dramáticos. Es un trozo de la gran historia de España que nos devora y nos mantiene vivos. Salamanca es el asombro ante una multitud de reliquias con una mala salud de hierro y un turista haciendo fotos como un descosido, dulce hilillo de baba en la comisura del labio. Uno ha empezado a ser turista en su tierra (¡vaya por Dios, lo que hacen los años y las ausencias!), que es una forma de valorar su sombra, su juventud, sus pasos, su egolatría y darle valor a lo cotidiano ido, a la piedra angular de su misantropía.

El alto soto de torres, la Catedral, la montaña de piedra labrada se lava los pies en el padre Tormes donde Lázaro, Lazarillo, reflejaba toda la picaresca del Siglo de Oro. En el reflejo ondulado de la Catedral sobre el río, aún ríe, desdentada y piorreica la gran literatura española. En el reflejo del Tormes aún cuece ungüentos Celestina y, todas las noches, dicen, se oye el grito destemplado de Melibea tras abismarse por la peña que lleva el nombre de la alcahueta. Entrar en Salamanca es entrar en las muelas podres de Cervantes, en un licenciado de cristal, en el verraco berroqueño contra el que Lázaro de Tormes le midió las quijadas al ciego en justa venganza, en las venas de Fernando de Rojas, en la cueva de Salamanca, donde se cocía algo más que literatura. El padre Tormes es el testigo mudo y húmedo de la gran noria que mueve la historia.

Por el periódico local, el único que queda en papel en la ciudad (otro bastión de la resistencia ante el periodismo de pantalla que va pudiendo al de papel) me entero que ha muerto el director de cine Basilio Martín Patino, mi paisano, de la cuerda y el tiempo de Borau o Saura. «Nueve cartas a Berta», «Canciones para después de una guerra»?una filmografía que removió un poco las entrañas de una España adormecida tras el paso de la apisonadora franquista. Cuentan que, en un rodaje, en el Casino, reunió a lo más granado de la burguesía salmantina para pergeñar una escena. Cuando el ayudante de dirección recriminó a los atildados extras que miraran a la cámara, Martín Patino dijo que no, que miraran a la cámara cuanto quisieran. Había nacido el docudrama o el reportaje ficción, un extraño género a caballo entre lo real y los duendes del alma de un creador. Descanse en paz, don Basilio.

Entro por la puerta de Aníbal por donde, cuentan los anales, Salamanca se convirtió en Cartago antes de que Roma la reconquistara. A Salamanca aún siguen llamándola «Roma, la Chica». Pongo rumbo a la Plaza Mayor, pasando por la calle Tentenecio. Su nombre responde a un milagro. San Juan de Sahagún, patrono de Salamanca, paró las pezuñas a un toro bravo poniéndose delante de la cornamenta al grito de «Tente, necio». Y el necio se detuvo. Las catedrales aplastan al turista con su gigantesca sombra cimarrona. La calle La Rúa, calle redundante donde las haya, es un rio de gente que no quiere perderse detalle y entro en la Plaza, donde Churriguera había dado otra vuelta de tuerca al barroco español. La plaza tiene ochenta y ocho arcadas con sus otros tantos bajorrelieves que representan personajes históricos. Voy de cabeza al medallón donde hasta hace unos días lucía Franco. Estaba vacío, después de años de porfías, tiras y aflojas. No me subí a un caballón de tierra a rezar al dios de la verdad, no me subí a la gran tumba de la ignominia, aunque me acordé de las cunetas donde aún yace algún poeta y cientos, miles de hombres con la flor de la inocencia en la cuenca vacía. No hice un corte de mangas al caudillo sin cara por los trescientos mil represaliados que cantaron mientras les daban vil sepultura, canciones para después de una guerra, nueve cartas a Berta, astillas de arte urdidas con el desastre. Martín Patino, o sea.

También me topo de bruces, con más estupor que indignación con una escultura de Miquel Barceló en el corazón del barroco. Un cachondo elefante boca abajo, amarrado con la trompa al suelo y que cada hora tira vapor de agua por el culo a modo de flatulencia. Un adefesio, un estafermo, una mala metáfora de Quevedo, un pegote sin gracia que le da más esplendor, si cabe, al gigantesco ágora. Barroco versus siglo XXI. Siempre ha habido un lugar para cada mojón y un mojón para cada lugar.

Hasta aquí mi periplo por tierras de Catilla. Dejo documento fotográfico de estas últimas palabras en vez de dibujo, por cuestiones de tiempo. Todo el mundo sabe que ir de vacante a su tierra es estar condenado a dejar su tiempo en casa de las tías, primos y demás allegados. Hasta la vuelta.

Lo último en INF+

Compartir el artículo

stats