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In Memoriam

Esta columna va dedicada al que fue uno de mis más fervientes seguidores y crítico inmisericorde cuando me metía -y era frecuente- con alguno de sus iconos y el que me enseñó a amar los libros y cuánto contienen: mi papá (con minúsculas, no confundir con el de Roma) Francisco. Este será el primer artículo de esta serie que no leerá y no porque no le hubiese gustado, imagino, aunque no tengo claro si le apetecería que yo les contase algunas interioridades, que el hombre era bien modesto.

No se asusten, esto no es una necrológica. El gato tiene órdenes de sentarse sobre el teclado en el momento en que me deslice por la pendiente de la nostalgia, pero me van a permitir contarles dos o tres cosas de mi padre, que era un tipo curioso al que la historia, como a la mayoría de nosotros, no recordará. Quizá dentro de cien años si el mundo no ha estallado, un investigador dará con esta columna y pensará un momento en el Sr. Mondéjar padre, un individuo peculiar. Nadie muere del todo mientras alguien le recuerda, al menos eso espero.

Cualquier maestro del ajedrez o aficionado bueno me machacaría, pero nadie me habrá dado tanta guerra como mi padre, a los 40 y con 87 años, edad a la que seguía manteniendo una cabeza perfectamente amueblada y un instinto depredador frente al tablero de 64 escaques blancos y negros. Como buen aficionado a la defensa siciliana, de la que aplicaba una versión particular, conseguía que cada partida fuera una batalla campal por dominar el centro del tablero, una tela de araña en la que pretendía envolverte y si no andabas muy listo te destrozaba.

Pero por muy feroz que fuese en el ajedrez, Don Francisco era no beligerante en el resto de su vida y huía como de la peste de la discusión, siendo especial mérito cuando sus tres hijos y su mujer son excelentes aficionados a discutir por cualquier cosa: un deporte que libera toxinas al mismo tiempo que genera odios africanos como no controles el punto de mira. Él no discutía, jamás, prefería que el resto fuera quien se desgastara, lo que daba un punto de tranquilidad en el trato y una incapacidad manifiesta para triunfar en el mundo, donde se escucha más a quien más grita.

Me dice Aramis que les cuente que mi padre fue uno de los primeros programadores de computadoras -entonces se llamaban así- que hubo en España a mediados de los sesenta, y si hubiese tenido una pizca de ambición podría haberse convertido en el Bill Gates español, pero era leal a la empresa que le pagaba el sueldo, el extinto Banco Hispano Americano, y se conformó con un alto cargo en su Centro de Datos y el orgullo de que la mayoría de los programas que utilizan los bancos para su gestión tienen en origen algún programa de los suyos.

En los días en que las horas no pasan y la vida es algo extraño que está ahí fuera, te da mucho tiempo a reflexionar sobre la vejez, pero sobre todo acerca de la decrepitud y de lo que nos configura como seres humanos, que es la libertad. Si no eres libre para elegir tu propio destino o, como escribía Nelson Mandela, no eres el capitán de tu alma, el resto sobra. Estamos diseñados con una obsolescencia programada que tiene fecha de caducidad y pretender hacer funcionar el lavavajillas por encima de ese margen nos encamina al desastre.

El problema es que nos aferramos como si de repente el técnico fuese a venir con una actualización nueva que, modificando la programación, nos concediera la vida eterna. Aunque vida sin calidad de vida tampoco tiene demasiado sentido, creo yo. O no está tan claro, porque el Sr. Mondéjar, cuando todos sabíamos menos él que la cosa no iba pero que nada bien, me pedía que le pusiera al día su libro electrónico con las últimas novedades. Y cuando le dije que debía tener como doscientos nuevos libros que no había leído, se puso de lo más contento, anticipando tardes y tardes de lectura contumaz.

Por eso digo que por mucho que pensemos, es luego la vida la que suele decidir por nosotros, lo que es una triste gracia para quienes creemos que dominamos el rumbo cuando en realidad nos arrastran las corrientes, como a todos. Es verdad que escribir y que alguien te lea es un pequeño madero que te evita hundirte más y que los recuerdos, si se ponen en papel, tienen una apariencia de inmortalidad verdaderamente falsa.

Ya lo dice la norma que todos en mi profesión tenemos muy presente: «Nada es más antiguo que un periódico de ayer». Así y todo no acabamos de creérnoslo y desde luego escribimos como si el ultimo artículo fuera el más trascendente que vieron los siglos presentes y futuros, y eso sólo le pasó a Cervantes que lo escribió y se cumplió.

La vida de una persona son sus luces y sus sombras: suele ser compleja y poliédrica, pero qué más da cuando ya se ha ido, porque los recuerdos son lineales y no entienden de matices. En realidad fueron los pensadores latinos quienes mejor definieron la transitoriedad: «Omnes vulnerant, postuma necat»; todas hieren, la última, mata. Hasta ahora sólo lo sospechaba, ahora lo sé.

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