Como ya he señalado de refilón en anteriores publicaciones, tras una década de protagonismo de Al Qaeda (AQ), la aniquilación de sus principales líderes, y el hecho de que los países del Golfo, junto con Turquía, pasaran a financiar a su escisión en Irak, el Estado Islámico (EI), para servir a sus intereses geoestratégicos con el brote de las revueltas de los países árabes/musulmanes, el mundo está asistiendo a la emergencia de otro tipo de terrorismo yihadista. Debemos concienciarnos ya de que el terrorismo que nos afecta en suelo occidental dejó de ser el de grupos más organizados y con mayor vinculación directa orgánica y religiosa, del de los desarraigados de las primeras oleadas migratorias a Europa tras los años ochenta, pues el de ahora es el de las segundas y terceras generaciones, y radicalizados de forma mucho más rápida e independiente. Pero nuestra concienciación debe ir mucho más allá, si el terrorismo que nos ha golpeado hasta ahora en suelo europeo ha sido un coletazo tras varias décadas sin apenas intervenir en su guetización, el nuevo terrorismo que nos golpea ahora es el de lo que no hemos gestionado bien con las generaciones de los nacidos y crecidos en Europa, los occidentalizados de cuna. Y si estamos llegando tarde a esta segunda oleada de terrorismo que nos azota, no perdamos de vista que la actual gestión de los refugiados podría pasarnos una factura aun mayor a largo plazo.

Los del EI son más rudimentarios, requieren de menos preparación y recursos, de pequeñas células más independientes, de lo que siempre he llamado «un proceso de identificación ideológica», sin necesidad de estructuras intermedias, sobre todo religiosas. Mientras los de AQ utilizaban las mezquitas, clandestinas o no, además del adoctrinamiento en prisiones, a los del EI les basta con sentarse frente a internet, frustrarse tras llevar un estilo de vida bastante occidental, en lo que destaca un distanciamiento del vínculo religioso con respecto a cómo se practicaba antes. Y otro detalle muy importante, buscan simultanear y establecer atentados en cadena cuando nos golpean. Como contrapartida, no pueden alcanzar el nivel de destrucción que nos infringió AQ con atentados como los del 11S y el 11M, pero especialmente preocupante es que, aunque sean de menor alcance, este fenómeno esté más diseminado y susceptible de multiplicarse. Es decir, es especialmente preocupante la facilidad con que pueden cometerse en cualquier lugar, a diferencia de los de AQ.

Si bien es cierto que ningún país está exento de este tipo de terrorismo, los hay que están expuestos en mayor o menor medida, dependiendo de su vínculo con los países de origen y de factores ligados a la gestión migratoria y a la política exterior.

España no ha estado más exenta desde hace más de diez años por casualidad, pues a pesar de que ocupe un lugar destacado en su diana por la apelación al Al-Andalus, hemos integrado mejor la emigración en comparación con nuestros socios europeos que también sufren este tipo de amenaza, una muy eficaz cooperación judicial y policial, con una marcada política preventiva, son ejemplares en el contexto europeo. Después entra el ensañamiento general que tienen con nuestros iconos culturales, las simbologías que representen el estilo de vida occidental, de lo que ya sí ningún país, sin excepción, se libra. Si con AQ veíamos golpeados a los símbolos del desarrollo económico occidental, no perdamos de vista ahora a los grandes eventos, sobre todo culturales y deportivos, y el turismo, objetivos prioritarios de este nuevo tipo de terrorismo que abandera el EI.

Era previsible que a medida que se liberara Mosul, aniquilara a Al Bagdadi, fueran retrocediendo en Raqa, lo pagáramos de algún modo. También en los últimos años estaban aumentando exponencialmente las detenciones en España. Pero debemos ir mucho más allá, sobre quienes sustentan este tipo de terrorismo, no olvidemos que son a la vez socios de las potencias occidentales. Es hora ya de condicionar los negocios con los países del Golfo, en especial con Arabia Saudí, a cambio de mayores exigencias contra la financiación del proselitismo, de grupos como el Estado Islámico, de los controles hacia Europa, del respeto a los derechos humanos, a sus mujeres, y en definitiva, de exigirles mucho más en la lucha contra el fundamentalismo. Este tipo de condicionamientos de Occidente a los países árabes/musulmanes no sería nada nuevo, pues se hizo previamente con los países del Magreb-Mashrek para contener a los grupos nacionalistas islamistas tras la culminación de las descolonizaciones, se hizo con la Libia de Gadafi para rehabilitar y controlar terroristas cuando nos ha interesado, e incluso para contener los flujos migratorios a Europa. No estamos hablando de fórmulas nuevas que no se hayan ensayado previamente.

A gran escala, deberíamos volver a priorizar los programas de prevención de la radicalización yihadista, dentro del marco del multilateralismo, que lamentablemente se abandonaron con la crisis económica. Deberíamos apostar, desde los organismos internacionales, por el fomento de más capacidades y autonomía para los países de origen para gestionar el germen de este problema, a la vez que dejemos de encabezar las campañas bélicas que tienen lugar allí y que tanto sirven de excusa a los terroristas que atentan en nuestros países. Dejemos de darles un balón de oxígeno replanteándonos el multilateralismo y la vuelta a los programas civiles de gestión de la seguridad, siempre y cuando estemos dispuestos a impulsar otros modelos de cooperación económica, y en eso Europa tiene mucho que aportar porque, a diferencia del EE UU actual, representa ahora mismo un modelo más civilizatorio en su política exterior.