Fue una mirada fugaz, insignificante, pero mi vida ya no volvió a ser la misma. Esos ojos se clavaron como una aguja en mi corazón. Sus miradas (y sus agujas) de otros días ya no tenían nada que ver. Fue como subir una escalera: los dos llegamos al final a la vez, acompasados en cada peldaño, envueltos en la magia de entendernos únicamente con los ojos. Las palabras no llegaban a esa altura de felicidad ni podían resumir el sentimiento de excitación máxima que los dos sentíamos al mismo tiempo. Era todo efímero, imposible, prohibido? y tan inesperado que no pudimos poner muros a lo que estaba pasando entre nosotros dos; no nos dio tiempo a decir «basta».

«No puede ser, ¿no ves que no?, tengo un hijo de seis meses, por Dios, quiero a mi marido, ¿qué estoy haciendo, por qué lo miro así?», pensó ella. O supongo yo que pensó eso, porque no hablamos nada. Todo se resumió en una mirada, pero qué mirada; y qué pregunta?

- Bueno, y tú... ¿ cómo estás?

Era de esos hoteles que llaman con encanto: pequeño, solo diez habitaciones y todas diferentes en una casa de más de doscientos años, muy bien rehabilitada, con un patio de columnas góticas precioso. La atmósfera, llena de silencio, transmitía paz. El viento, que era el gran protagonista del pueblo, para bien o para mal, ahí no entraba. La casa lo había amansado, domesticándolo a lo largo del tiempo, ayudada también por las estrechas calles que rodeaban el edificio. Estaba en el casco antiguo de la ciudad, casi una isla, con el mar en un lado y en el otro el océano; y, más allá, África. De fondo siempre el sonido del viento, el de las gaviotas y la bocina del ferry que entre brumas mañaneras te despertaba alegre. Más magia imposible.

La vi venir por una de esas estrechas calles, rodeada de grandes macetas con palmeras tropicales, seria, decidida. Entró al hotel y, en ese momento, mientras cruzaba el romántico patio, entre las columnas góticas, todo se derrumbó a su paso. Solo vi su figura elástica; no andaba, navegaba entre las mesitas del desayuno que se me imaginaron olas. Era un cisne en un lago azul, y desapareció enseguida por las escaleras centenarias. Mi mirada enfocó entonces al cartel del hotel: «El escondite del viento», se leía, pero yo pensé otra cosa; pensé en mi escondite de niño, aquel en el que me sentía feliz y seguro, pero siempre solo, y sentí que ella era la compañera que tanto había buscado y, aunque parezca ridículo y precipitado, supe que estaba ante mi amor perdido. Nunca más estaría solo en mi guarida. Cuánta soledad acumulada.

- Es la masajista -me dijo la chica de recepción-, que hoy tiene su primer día y no está para concreciones.

Me entró un escalofrío de ver que no solo podía conocer a esa diosa que me había trastornado la mañana, sino que además podía sentir sus manos sobre mí.

- Por favor, apúnteme para un masaje hoy mismo. No importa la hora - le dije.

Sacó un bloc encabezado por una palabra hiriente, «Acupuntura».

- Perdón -dijo-; es la chica de la acupuntura.

- Bien, bien, es igual. Apúnteme, por favor.

«Y qué más da», pensé yo. El caso era conocerla, verla de cerca, hablar... Después me acordé de mi miedo a las agujas. Pero el deseo de estar con ella era tan grande que ese temor se diluyó como el azúcar en el café.

La cita era a las cinco de la tarde. No tenía hambre, ni sed, ni ganas de nada. Todo lo que me rodeaba era ridículo y accesorio. No podía leer y, sin concentración ni sueño, me tumbé en la cama. Dos horas mirando sin mirar hacia las vigas de madera blanca y el ventilador azul. Hasta que llegó el momento. Estaba muy nervioso, no sabía qué ponerme, ¿pantalón corto o largo? ¿Dónde clavará las agujas? ¿Me dolerá? La hora se venía encima y todo se precipitaba...

Era en la terraza. La escalera se iba estrechando y los escalones eran cada vez más altos. Cuando llegué arriba no vi a nadie. Al fondo, otro tramo de escalera llegaba a lo que antes sería el palomar, rodeado de cortinas blancas que el viento mecía suavemente. Era el único rincón del edificio que permitía su entrada y la verdad es que se agradecía ese natural aire acondicionado. Entré al escondite y allí estaba ella, sentada en una especie de cama blanca, vestida de blanco purísimo. Me pareció una virgen en una nube, igual que la visión que tenía de pequeño del altar de la iglesia de mi pueblo. Y allí estaba yo otra vez, pero en esa ocasión la virgen era real.

Un solo «hola» como recibimiento, acompañado de una sonrisa, con un aire mecánico que me decepcionó. Tanta expectativa y me había repetido el mismo gesto que a los clientes anteriores. Eso pensé: «soy un cliente más». Y continuó la sonrisa forzada con tono médico.

- ¿Dónde le duele? -preguntó.

«El alma me duele», contesté en mi cabeza.

Estaba bloqueado, ni siquiera pude pensar dónde me dolía. Fueron unos segundos tan solo, porque enseguida me fijé en su rostro y olvidé el frío saludo. Era mucho más hermosa de lo que yo creía. Su pelo se movía con el viento y se cruzaba por la cara, enredándose en su boca al hablar. Los dientes blancos como la sal del mar brillaban en su piel morena; sus ojos grandes y verdes. De cerca, sus palabras no eran palabras, sino música celestial. Y yo no escuchaba, saboreaba su sonido. Entonces, un leve aroma me envolvió. Notaba su aliento dulce, con olor a flan, a vainilla... Era la mujer más bella que jamás había visto. Desde esa mañana al fondo de la estrecha calle mi vida cambió; ya nada volvería a ser igual. Mi soledad tenía un fin: ella.

Los días pasaron entre risas y agujas. Yo, boca arriba en la camilla, cerraba los ojos y la notaba muy cerca. Cuando llegaba el aroma de vainilla sabía que estaba a milímetros y, entonces, la aguja me parecía un rayo que llegaba al corazón y me lo partía. Los efectos curativos de la acupuntura estarían produciéndose en mi cuerpo, pero yo a eso no le prestaba atención. La discusión milenaria de que si el efecto de las agujas es médico o placebo me traía sin cuidado. Lo mío era ella y solo ella.

Estaba a su merced, yo era un muñeco de vudú y las agujas no sé a quién le harían el daño proyectado, pero soñé que torturaba a su marido a través de mí. Era lo que quería, cuanto deseaba, pero sus palabras decían lo contrario: «mi amor..., mi hijo..., soy muy feliz..., solo surfeo con muchas olas y mucho viento..., cada día estoy más enamorada...». Todo ilustrado con las fotos que con orgullo llevaba en su bolso: el bebé, el esposo guapo, mucho más joven que yo, culto, deportista; y encima italiano (en el fondo, siempre quise ser de Roma). Todo se desvanecía para mí y una palabra reinaba entre nuestras conversaciones cada vez más intensas y apasionadas: «imposible».

La confianza llegó a la semana de recibir pinchazos como banderillas que iban derrumbando al toro que me creía. En el callejón del inicio se vio venir el arrastre y la muerte de ese sueño prohibido y absurdo.

Y entonces llegó la última sesión y ocurrió lo que yo tanto ansiaba.

Subí confiado por la escalera empinada hacia el palomar y apareció ella. Enseguida vi sus ojos. Ese día eran distintos. Siempre de blanco, aquella vez su vestido era largo y vaporoso, solo ajustado del vientre hacia arriba. Me miró como mira la novia al novio en el altar. No podía ser, era mi imaginación. ¿Qué me quería decir? ¿Qué iba a pasar esa tarde? ¿Por qué estaba ese día tan especialmente bellísima? ¿Era por mí, o es que después tenía, no sé, una fiesta? No sabía qué hacer, y me invadió una sensación de impotencia, de miedo a meter la pata y dar un paso equivocado. Pensé en besarla, después en abrazarla, en entregarme a ella, en rendirme, pero al instante me pareció todo ridículo. Me daría un bofetón, se ofendería («¿cómo te atreves, idiota?; pero ¿qué te has creído?»). Así que me senté, como de costumbre, a su lado, y me invadió un escalofrío. Sus ojos expresaban claramente el sentimiento de amor imposible pero perpetuo, imposible pero inmortal, imposible pero eterno.

Ese día las palabras no salieron. De nuevo no alcanzaban la cima del éxtasis donde ella y yo estábamos, la cumbre de la pasión y el deseo soñados, ese sueño que nunca se hace realidad, pero que cambia tu vida para siempre y hace insignificante todo lo demás.

- Y tú... ¿ cómo estás? - me preguntó.

No pude contestar, pero creo que mi mirada también le delató todo el ardor que salía de mi interior. Mis ojos se volvieron locos, tontos y rojos de deseo. Por primera vez pasé del rostro al cuerpo: sus pechos eran redondos, firmes, activos como un volcán. Un niño pequeño me estaba robando mi alimento sagrado de madre ausente. La mía estaba muerta. Si soy sincero, no me escondía del viento, fui al fin del mundo para escapar de la tristeza más profunda. Yo era un aprendiz de huérfano a la deriva y ella mi tabla de salvación, un milagro, el ángel que apareció para salvarme.

El deseo y la pasión que sentía por ella me hicieron olvidar, por primera vez en treinta y seis días, el aliento de la muerte de mi madre que me destrozó el alma.

Esa mujer me curó. No pude pasar de los pechos, pero vi de reojo su vientre, su escondite, esa fábrica activa de ángeles, futuros proyectos de mamás que daban sentido a la muerte de la mía. Era la vida, el árbol de la vida. Esa visión calmó mi pena y, de pronto, comprendí la muerte; incluso la mía propia. En ese instante, ya fui para siempre un hombre sin miedos. Pasión, deseo y muerte, todo en una mirada. Con ella cerré el círculo de mi existencia.

Nunca la pude olvidar y su recuerdo perdura nítido, al mismo nivel de emoción y añoranza con el que evoco esos días amargos en los que mi madre se fue para siempre.

Todavía hoy, casi cuarenta años después, es mi amor, mi gran amor perpetuo. El pelo enredado en su boca, su figura elástica, el callejón, el aroma a vainilla, sus agujas de placer, el eco de las gaviotas, el sonido del viento entre bocinas de barcos que se van? Envuelto en la nostalgia de su recuerdo vuelvo a mi escondite, pero ya nunca más estuve solo. Esa mirada fugaz fue mi compañera durante toda la vida? «Y tú... ¿cómo estás?». «Loco por ti». Pensé para mí.

Y su reino no tuvo fin.