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Vino un turista y me asustó

Un turista, el quinto jinete del Apocalipsis. El demonio encarnado. Un hilo de sudor frío se deslizó por mi columna vertebral

Iba hace unos días andando tranquilamente por la calle cuando, de repente, una terrorífica imagen me cortó la respiración. Ahí estaba, con su piel quemada por el sol, su sombrilla y sus bermudas. Un turista, el quinto jinete del Apocalipsis. El demonio encarnado. Un hilo de sudor frío se deslizó por mi columna vertebral. Me quedé paralizada durante unos segundos, pero finalmente pude escapar. Fui encontrada a varias manzanas de allí, frente a una tienda de souvenirs, balbuceando frases inconexas. El diagnóstico estaba claro: había contraído turismofobia... ¡Que no, que os lo habéis tragado, que eso no existe, es una chorrada que se han inventado para que no nos quejemos de la masificación!

Frente a un debate complejo como el del turismo y su impacto en la economía y los espacios colectivos, tenemos dos opciones. La primera, abordar las posibles regularizaciones del sector y los cambios que necesita nuestro modelo productivo para que dejemos de venerar al sol y la playa como generadores supremos de riqueza. La segunda, sacarnos de la manga un concepto ridículo como la turismofobia y pasarnos varios meses dándole vueltas al palabro. ¿Qué alternativa ha triunfado entre los líderes de opinión, los representantes políticos y las gentes sabias en general? Obviamente, la tertulia facilona sobre si odiamos o no odiamos a los señores de Liverpool y Maguncia que se pasean en chanclas por el litoral mediterráneo. Por cierto, la respuesta es no. Nadie odia a la gente que viene aquí de vacaciones (a los que vienen escapando de la guerra y la miseria, en cambio, sí que hay quienes les tienen bastante inquina, fíjate tú).

En realidad, lo que percibimos es fobia a no poder pagar un alquiler encarecido, a que los servicios públicos se colapsen y las ciudades se conviertan en un parque temático. Pero afrontar esa situación resultaría peliagudo: hay muchos agentes implicados, exige cuestionar relaciones de poder estructurales... Un lío, vamos. Mucho mejor enrocarnos en una economía basada en chiringuitos playeros y trabajos precarios en la hostelería. Una elección incontestable, pluscuamperfecta. Y quien diga lo contrario es un radical antisistema que quiere destruirnos a todos. Pedir que se legisle sobre sistemas de alojamiento como Airbnb, que se instaure una tasa turística o que se limite el turismo de borrachera supone un ataque a nuestra libertad y a los valores que alegremente compartimos. Lo pone en la Constitución, creo.

Así que nada, que vengan más turistas. Al parecer nunca hay suficientes, igual que hace una década no había suficientes pisos de nueva construcción. Cemento y humanos en periodo de asueto, la fórmula infalible para garantizarnos el éxito económico a largo plazo, ¿qué podría salir mal?

Si en 2016 recibimos a 75,6 millones y en 2017 se espera alcanzar los 83, para 2018 qué menos que llegar a 90 millones de visitantes extranjeros. O 100 o 200. Que no pare nunca la fiesta. ¡Que vengan más! Y que cuando estén aquí hagan lo que quieran, total para algo se gastan dinero. Ya sabéis, quien paga manda. Hay que ser servicial y obsequioso con los turistas, vivir en un «sí, bwana» perpetuo, permitírselo todo. Y si eso implica convertirnos en sujetos secundarios de nuestro propio territorio, pues adelante. Con una sonrisa, además. ¿Para qué quieres calidad de vida y espacios habitables cuando eres una potencia turística mundial?

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