La existencia de los libros de récords y las extravagancias que se han hecho para merecer el dudoso honor de aparecer en sus páginas, son prueba de la pasión humana por ser el primero en hacer algo. Es como si la notoriedad perdurable valiera el sonrojo no menos perdurable de haber hecho el memo de buen humor.

Huizinga cuenta cómo la idea de récord nació del registro que dejaban en la pared del lugar público -normalmente la hospedería o el bar- los primeros en lograr una acción destacada. Y desde que en 1900 aparecieron los primeros relojes capaces de señalar las décimas de segundo, los récords deportivos no han dejado de lograrse por diferencias temporales imperceptibles. Sin embargo, los celebramos como si de acontecimientos mundiales se tratara y los noticiarios los reseñan junto con las crisis económicas, los datos de empleo, las guerras y las catástrofes.

De alguna manera intrigante nos sentimos todos concernidos cada vez que algún deportista o corredor hace algo nunca logrado: parece que participáramos de aquel éxito como no lo hacemos de la victoria en cualquier otra carrera o competición en la que el ganador lo ha sido solo entre los participantes. Cuando se consigue un récord es como si el vencedor lo hubiera hecho contra todos los corredores de todos los tiempos y les hubiera batido dándole a aquellos pocos segundos el carácter de un hecho irrepetible y memorable.

Y es que lo hecho por vez primera parece que nos pone en presencia de todo el mundo y de toda la historia resumiéndolos y añadiéndoles algo nuevo que no tenían. Por eso y aunque se trate de un hecho de poca importancia tiene la inaprensible cualidad de haber sido la primera vez. Los latinos sentían vivamente la intensidad de las primeras veces en todas sus empresas, y de sus rituales para los augurios nos ha quedado a nosotros la descolorida ceremonia de las «inauguraciones» que quieren llamar la atención sobre lo decisivo de la ocasión en cuestión.

Pero no se trata solo de que tales hechos logren nuestra expectación. Es que de alguna manera participamos de los logros realmente nuevos, aunque sea poco menos que imposible y esté fuera del alcance de todos menos del campeón al que ensalzamos. En efecto, cuando se trata de algo realmente relevante, lo realizado por uno solo nos afecta a todos y hasta en cierto sentido nos convierte en coautores del acontecimiento. Por eso resultó tan afortunada aquella expresión: un pequeño paso para el hombre pero un gran paso para la humanidad.

Cuando el primer hombre puso un pie en la Luna todos los hombres estábamos con él y en él de una manera poco clara pero efectiva. Fue un hombre blanco y norteamericano, pero todas las razas y todas las naciones estaban resumidas en lo que aquellos pocos anglosajones habían logrado en la persona de Neil A. Armstrong y en aquel 21 de julio de 1969: fue la primera vez que un hombre pisaba la superficie de un planeta distinto a la tierra y era exacta y literalmente cierto que «el hombre había llegado a la Luna».

En los años siguientes llegaron muchas más misiones espaciales pero ninguno de sus alunizajes podía compararse con aquel primero. También se han dado muchas vueltas al mundo desde que lo hiciera el guipuzcoano Juan Sebastián el Cano, pero ninguna tan singular como aquella. Cuando un hombre hace algo de esa relevancia por primera vez no lo hace solo él, sino que lo hace también la condición humana universal que todos los demás hombres compartimos entre nosotros y con él. Esa misma condición reservamos para Adán y su «pecado original», y de ahí que la tradición teológica sostenga que para enmendar lo que hizo era necesario un «nuevo Adán» que pudiera obrar tan de nuevas y tan desde el principio como el primero.

Además, para bien y para mal, todo acto humano genuinamente libre nos alude y en cierto sentido nos supone a los demás. Por ejemplo, ninguno de nosotros participó del exterminio de millones de seres indefensos en los campos alemanes de la segunda Guerra Mundial, ni formamos parte de quienes decidieron y emplearon las primeras bombas atómicas sobre ciudades japonesas. Pero salvo que padezcamos una grosera superficialidad moral, todos sabemos no solo que tales enormidades deshonran al género humano al que todos pertenecemos, sino que nos interpelan a cada uno de nosotros y a la abismal capacidad para lo peor que anida en el interior de cada cual.

Y no sirve de excusa señalar y hacer escarnio de los culpables a título individual, como si su final fuera el del mal que cometieron. Precisamente porque fueron perfecta e inexcusablemente responsables, es decir, precisamente porque podían no haberlo hecho pero lo hicieron con una libertad y culpa intensamente personales -originales, podría decirse-, justamente por ello nos expresan y señalan a todos los demás.

Por último, la importancia de las primeras veces procede no solo de lo irrepetibles que resultan porque nuestra vida pasa y no vuelve, sino porque se trate de lo que se trate, están contadas las ocasiones en que vamos a hacer algo y una de ellas será la última de entre todas. Esa finitud da estructura dramática a nuestras vidas que pueden ser, en su conjunto, una recua de maldades esenciales entre bondades menores o al revés. En todo caso, una historia a la que una vez se le dio un inicio que pudo haber sido de otro modo hasta que llegó su final.

No obstante, salvo patología invencible, nada está del todo decidido ni resuelto hasta el final. En realidad, cuando de actos humanos libres se trata, la primera vez es cada vez, porque cada ocasión contiene algo de aquella primera y le sirve de eco. Ser libre es poder volver a empezar siempre porque cada acto bueno o malo de suficiente entidad hay algo de inaugural y de original. No es necesario engañarse para hacerlo todo como si fuera la primera vez, basta con darse cuenta de que cada hecho decisivo es como un principio nuevo, por lejana que resulte ya aquella primera vez.