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Balas contra la neurociencia

La atractiva historia del neurólogo diagnosticado de la enfermedad de la que él era experto

Creo que fue en 1989, cuando asistí en Salamanca a una conferencia que Paco Umbral dio en un ciclo titulado: “Los escritores y sus enfermedades”. Con el aula abarrotada, contó cómo su relación con los médicos era poco fluida desde que en la juventud uno “cabrón” le había recetado unas inyecciones de un antibiótico para unas simples anginas complicadas con un catarro y, a consecuencia de ello, había quedado con una sordera de secuela. Umbral hizo del insulto un género literario y así fue que la sala estalló en risas. Una médico le preguntó si sabía que ese antibiótico solo se pautaba para tratar o una tuberculosis o una endocarditis bacteriana, enfermedades de graves consecuencias por entonces. La médico exhortó al escritor a considerar que aquellas inyecciones probablemente le habían salvado la vida. Don Francisco Umbral masculló una respuesta malhumorada y dio paso a otra pregunta del público.

La historia de la Medicina está llena de fracasos y despropósitos pero que no son nada comparados con los avances conseguidos sobre todo durante los últimos 150 años.

Hace pocos meses que está en el mercado “Las defensas”, un libro que firma el escritor Gabi Martínez y que narra uno de los episodios más apasionantes que uno ha escuchado en los últimos años: la historia del neurólogo Domingo Escobedo, especialista en enfermedades autoinmunes, que enloqueció en 2005, que fue diagnosticado de “trastorno bipolar” por sus colegas psiquiatras y que finalmente tuvo la fortuna de que se hallase la verdadera causa de su mal, algo que él mismo había defendido en contra de todo el estamento médico. Escobedo, tras años de sufrimiento, fue diagnosticado con una encefalitis autoinmune, la enfermedad en la que era experto y que viene a ser la que afectaba a la “niña del exorcista” y que descubriría en 2007 un reputado neurólogo catalán afincado en USA, Josep Dalmau. Se trata en concreto de la encefalitis por anticuerpos que atacan los receptores NMDA, donde actúa el neurotransmisor llamado “glutamato”.

La historia se la contó Escobedo a Gabi Martínez un día de Sant Jordi de 2015. El relato de Escobedo resultó tan apasionante que Martínez asumió el reto que el neurólogo le planteaba: escribirlo. Pocas veces un narrador tendrá ante sí una historia tan maravillosa para hacer un libro inolvidable. La simple transcripción de las narraciones del neurólogo enfermo hubiese bastado para construir un estupendo texto.

Pero Escobedo y Martínez parece que tenían intenciones paralelas y entre ambos han acabado por desquiciar la historia. Además de hacerlo mal lo han hecho de la forma más niñoide posible: jugando al escondite con que si lo que se cuenta es real o es novelado. O sea, esos juegos a los que se dedican los cobardes o apocados que usan el blindaje que da la novela para eludir problemas con los actores implicados, reconocibles en muchos casos.

El libro arranca con el neurólogo ingresado por sus problemas de conducta en un centro para médicos enfermos que mantienen los Colegios de Médicos y que goza, en la realidad, de buenos resultados. Aquí ya comenzamos con la distorsión de la historia por la vía del cuestionamiento del corporativismo médico. No es que uno tenga un acendrado espíritu de cuerpo pero resultan penosos y estigmatizantes los retratos que se hacen de los usuarios de dicho centro: ludópatas, drogadictos, alcohólicos, bipolares varios, etc., olvidando que son enfermos. A nadie se le escapa que los médicos, incluso House, Frasier Crane y yo mismo, somos seres de carne y hueso pero nuestra función social de agentes de salud obliga a tomar precauciones con la imagen pública.

Al famoso centro de médicos enfermos, llevado por psiquiatras, llegó el neurólogo Domingo Escobedo tras un largo proceso de declive personal agravado, según parece, por el “mobbing” laboral al que le sometió su jefe durante años. Pero también porque intentó estrangular en diferentes ocasiones a las mujeres con las que convivía. Esto, entre otras varias alteraciones de conducta.

La novela se lee con fluidez pese a la coralidad que la preside aunque tal vez haya demasiado merodeo en algunas escenas.

El problema surge con la confusión que el autor traslada al relato fruto del desconocimiento que exhibe sobre el tema de fondo, las neurociencias y las relaciones entre médicos, del que probablemente hay que responsabilizar en parte a Escobedo ya que parece una “novela” escrita a cuatro manos.

La confusión entre la patología psiquiátrica y la neurológica es permanente. La descalificación de las intervenciones de los psiquiatras son la norma. ¡Y no será la psiquiatría una disciplina que no esté curada de críticas! Es la única especialidad médica que tiene una corriente “antipsiquiátrica” en su seno desde hace más de 50 años. La Psiquiatría “trata del sujeto que muestra alteraciones psíquicas o conductuales, bien sea por condiciones fisiopatológicas de su organismo, bien por las condiciones inherentes a las experiencias de él como sujeto, bien por las relaciones habidas con el medio en que se desenvuelve” y que “aun cuando la alteración cerebral sea imprescindible para la psicosis, aquella no da cuenta en la totalidad, de la estructura y contenido del síntoma psíquico”. Ignoro el cuadro clínico que sufrió Domingo Escobedo pero en 2005, cuando hace los primeros episodios de agresividad, con ideación presuntamente delirante, apenas se sabía nada de la encefalitis antiNMDA, que comienza a ser conocida en 2007 y de la que el propio Escobedo tiene noticias en 2009. Malamente puede administrársele a alguien un remedio que aún no ha sido descubierto.

Resultan pobres las explicaciones que Gabi Martínez da de su obra, una mezcla de oportunismo, demagogia y arreón populista. Martínez encuentra un paralelismo entre las fallidas defensas inmunes de Escobedo y los sufrimientos por los que pasó y pasa la sociedad española. O sea, una vez más la misma matraca, que si nos alejamos de la Naturaleza, que si tomamos pastillas para demasiadas cosas, que si estamos dejando que nos manipulen como consumidores; un discurso respetable pero que no viene a cuento con la historia clínica que motiva el libro.

Pero el carajal supremo se adviene cuando en varias entrevistas el autor afirma: “La historia me interesa en cuanto que todo lo que pertenece a la imaginación pertenece al imaginario colectivo”. Yo aún sigo perplejo con la frase… Y la mejor de todas: “me interesa que la novela sea verosímil y que el lector la perciba como verdad absoluta”. O sea, que lo que le interesa es que el lector se trague lo que sea aunque sea mentira. El problema de Gabi Martínez es que está hablando de un campo como el de la salud donde si la gente se cree “como verosímiles” afirmaciones que no son ciertas puede haber consecuencias serias para el lector. Ahora bien, la traca final llega cuando, ahíto de neurociencia, Martínez afirma que la diferencia entre realidad y ficción es cuestión de neurotransmisores. Uno se queja atónito ante tamaño aserto que aún no he podido decodificar pero que los lectores incrédulos pueden escuchar en el maravilloso programa de RNE “Biblioteca Pública”. Que Martínez acabe declarándose fan de la falsificación de Truman Capote en “A Sangre fría” es casi lo de menos.

En resumen, Martínez y Escobedo han hecho un trabajo muy mejorable sobre una historia noticiable y bella. Ignoro los motivos de las lisérgicas declaraciones de Martínez pero las de Escobedo me temo que tienen detrás su pasión por un concepto que ha resultado ser un éxito de ventas y, hasta ahora, un fiasco para los pacientes. Yo no sé las causas del escaso arraigo en España del concepto de “neurociencias”, que todo lo mezcla y lo confunde como bien puede verse en “Las defensas”. Uno piensa que los problemas psiquiátricos deben tratarlos los psiquiatras y psicólogos bien cualificados; los trastornos neurológicos, los neurólogos, y que quizás haya que recuperar aquella interfaz que nos obligaba a trabajar en equipo y que se llamaba Neuropsiquiatría para tratar con más beneficio a los afectados por patologías como las propias encefalitis o las demencias.

En el mismo ciclo de conferencias al que asistí en Salamanca intervino Gonzalo Torrente Ballester, que habló de su miopía magna. Fue muy gracioso el gallego. Al contrario que Umbral, presumía de relacionarse solo con médicos buenos y encantadores. Cuando se le preguntó cómo lo conseguía, respondió: “Hombre, en cuanto voy a uno y me trata mal o lo noto despistado, no vuelvo”.

Pues con los escritores habrá que hacer como Torrente con los galenos.

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