La primera vez fue en el pasillo de los productos de limpieza, y no le di importancia. Ya se sabe que en estas fechas las hordas veraniegas toman por asalto los supermercados con ímpetu jacobino, como si se tratara de la Bastilla o del Palacio de Invierno. Basta con ver las colas que serpentean en las cajas o las masas que se disuelven con burbujeante efervescencia en la sección de ultracongelados hasta fundirse con la mercancía expuesta. Sí, un supermercado a comienzos de agosto es algo bastante parecido a una lonja humana. El caso es que, después de que su carrito chocara sin miramientos contra el mío, dio un viraje brusco y siguió su camino. Lo vi de refilón: pelo ralo e hirsuto, chanclas playeras y unas bermudas de color verde lima o, para ser más precisos, de color verde Calippo. Las bermudas eran sin duda lo que más destacaba de él, hasta el punto de que eclipsaban los demás rasgos de su identidad. Toda su persona empezaba y terminaba en ese tono fosforito que lo hermanaba con las iguanas de los dibujos animados y con los extraterrestres de las películas de serie B.

Entonces apenas le presté atención. Sin embargo, en el pasillo de bebidas espirituosas, cuando me debatía entre un lambrusco -tinto, el rosado es una horterada- o un verdejo sin atributos, noté una punzada en la parte lumbar, y a continuación un dolor intenso que se extendía por la espalda. En efecto, aquel energúmeno acababa de embestirme a traición. Esta vez protesté tibiamente -nunca aprendí a protestar airadamente- y me dispuse a escuchar una disculpa rutinaria. Pero, ante mi estupor, las bermudas verdes se encogieron de hombros y se perdieron entre las latas de cerveza nacional. Valoré la posibilidad de que el portador de las bermudas estuviera bajo los efectos del alcohol o de los estupefacientes, pero su paso decidido y su determinación en la manera de empuñar el arma de destrucción masiva con forma de carro de la compra me hicieron descartar la idea. Fue en ese momento cuando se me ocurrió planear no exactamente una venganza, sino, digamos, un acto de sublevación moral: rayarle el coche (demasiado pueril) o enzarzarme con él en una lucha de carros sin cuartel (demasiado cinematográfico). Al rato, me olvidé del asunto.

Transité sin sobresaltos por los pasillos de verduras, frutas y legumbres; lácteos, derivados y sucedáneos de soja; pizza-al-instante, sushi-al-momento y conservas eternas. Había dejado para el final la sección de pescado fresco, en la que ni siquiera una máquina dispensadora de hielo, cuya única finalidad era salpicar con alevosía a los clientes, conseguía aplacar un fervor entusiasta en el que se mezclaban sin transición manos, tentáculos, escamas y colas de gambas. Llévate salmón, que está de oferta. ¿Cómo te lo preparo? Que tenéis la lubina a mitad de precio. ¿Abierto igual que un libro? En los ojos vitrificados de las doradas vi la misma asepsia, como de autómata, que había observado antes en... Interrumpí el razonamiento al percibir un destello de aquel verde inconfundible. Las bermudas radiactivas se abrieron paso hasta situarse a mi lado, y, tras coger número, tiraron bruscamente del carro hasta que las ruedas se deslizaron sobre mi pie derecho con una crepitación sorda. Reprimí un aullido y alcancé a exclamar: «¡Ya está bien, hombre!». En la cola se hizo un silencio denso, expectante. Las bermudas verdes miraron hacia otro lado, como si el reproche no fuera con ellas. Luego todo regresó al ajetreo habitual. Si no te lo vas a comer hoy, mejor congélalo. Recién llegada del puerto de X. Aprovecha el descuento del pulpo. Cuando me di la vuelta para dirigirme a las cajas creí advertir una media sonrisa sádica en el dueño de las bermudas de color lima.

En el parking las cosas se precipitaron. No soy capaz de retener en mi memoria la secuencia de los acontecimientos. Solo recuerdo imágenes aisladas, como flases inconexos o piezas de un puzle a medio montar. Recuerdo las ruedas (no las del carrito, sino las de un vehículo de alto tonelaje). Recuerdo el furor homicida que se apoderó de mi conciencia. Recuerdo las bermudas verdes, ese detalle lo recuerdo con particular nitidez. Recuerdo extender los brazos e inclinar el cuerpo para dar el empujón. Y ya no recuerdo nada más.

Es cosa del calor, seguro. ¿A quién se le ocurre dejar un camión así sin el freno de mano puesto? Podría haber provocado una desgracia. Tú imagínate que pasa un niño. O varios. O un grupo de boy scouts. Menos mal que aún hay gente capaz de echarle valor a la vida. Un héroe, eso es lo que es este hombre. Cómo se lanzó a salvarlo, qué barbaridad. Se ve que se dio cuenta de que el camión venía desbocado y se tiró en plancha debajo de las ruedas sin pensárselo dos veces. El camión les pasó a los dos rozando, un centímetro más y... No lo quiero ni pensar. Mi marido, ileso, ni un rasguño. Y este hombre, nada para lo que podía haber sido: rotura de tibia y peroné. Y fíjate que en el supermercado le había parecido un antipático. Muy estirado, me comentó. Es lo que yo digo siempre, que las apariencias engañan. Supongo que lo sacarán en el Información. Mira, ya está despertando.

Afirman que, tras sufrir un shock, uno solo distingue siluetas, perfiles borrosos y contornos difusos. Les aseguro que se equivocan. No sé lo que me esperará al otro lado del túnel, pero a este lado hay unas bermudas de color verde Calippo.