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Despedida de soltera

Admito que me dejé llevar. Yo no quería. De verdad. No fue como otras veces; esta vez yo no quería realmente, pero ya sabe usted cómo son estas cosas? el calor, la luna, la noche de verano?

Ni siquiera pensaba contárselo a usted. Total, ¿para qué? ¿Qué me va usted a decir que yo no sepa? Ya sé que hice mal; que estando a un par de días de la boda son cosas que no se hacen. Y a mí, no se crea, me educaron de forma tradicional, a la antigua, y si por mis padres hubiera sido, aún seguiría virgen. Porque esa era la idea: virgen hasta el matrimonio y luego juntos para toda la vida. Y yo quiero a Quique, claro que lo quiero, pero hoy en día eso de conservarse «pura» para el hombre que te ha sido destinado, como nos decían las monjas en el colegio, tampoco puede una tomárselo demasiado en serio, ¿no le parece?

En fin. Usted quería que le contara. Pues ya le digo, imagínese, la típica despedida de soltera, todo chicas solas haciendo el bestia en Ibiza, una discoteca descomunal justo al lado de una calita guay, todos borrachos o ciegos de cualquier cosa, el calor, la espuma, la música sonando no solo en los oídos sino en los dientes, en los huesos, en todas las células? aquello era el acabose.

Quique y sus amigos estaban en otro hotel, en otra discoteca haciendo lo mismo que nosotras. Las dos últimas noches de solteros para hacer lo que nos diera la gana antes de volver a la sensatez. Al día siguiente el plan era encontrarnos todos en Santa Eulalia, comernos una paella y volver a casa juntos ya.

¡Que sí, que sí, que voy al grano! El chico me gustó desde el primer momento porque era justo lo contrario de Quique, el típico chico fino, casi frágil, con pinta de adolescente, aunque tenía más de veinte años con toda seguridad. Todas mis conquistas han sido así, los cuatro, no me explico por qué. Usted conoce a Quique: grande, fuerte, velludo, un hombre como un castillo? y sin embargo? a veces? una mirada de unos ojos claros, inocentes? un pecho liso, lampiño, con los pectorales apenas marcados y la piel suave? un pelo hasta los hombros? unas manos finas, sensibles? unas caderas estrechas? usted no sabe qué peligro tienen unas buenas caderas. Los hombres no lo entienden. Yo creo que a mí me pasa en eso como a los hombres con las tetas de las mujeres? uy, perdón, con los pechos femeninos quería decir, que no saben por qué pero no pueden dejar de mirarlas y de imaginarse estrujándolas, metiendo la mano en el escote y? bien, bien, ya lo dejo, pero le recuerdo que usted me había pedido detalles. Sí, ya voy al grano. ¡Qué manía le ha entrado con el grano!

El caso es que nos gustamos, empezamos a bailar? ya le he dicho que después de la espuma estábamos todos mojados, pringosos, casi desnudos? hacía un calor infernal, así que salimos a la pista de fuera y ahí bastó una mirada hacia el mar para ponernos de acuerdo.

Salimos separados, nos marcaron para poder volver y nos encontramos en las rocas de la cala. Había más gente por allí, pero cada uno iba a lo suyo. El agua estaba deliciosa y sus besos? ay, sus besos?, y su piel caliente de sol bajo el agua fresca. Aquello era el paraíso. Noche. Verano. Deseo.

En fin, que al cabo de un rato, cuando ya no podíamos más, salimos a tumbarnos bajo unos pinos, casi donde rompían las olas, porque en el agua la cosa era bastante incómoda, ya se imagina. ¿No? ¿No se lo imagina? Perdone.

Y entonces? sucedió. Yo no quería pero ya no era capaz de controlarme, aquello era más fuerte que yo. De modo que, aun sabiendo que hacía mal, me dejé llevar porque la necesidad de hacer mío a aquel chico era, en aquellos momentos, lo único que contaba en el mundo. Lo abracé fuerte, me abrí para él y, en cuanto estuvo muy dentro de mí, me dejé arrastrar por el deseo y lo hice. Aún noto su temblor, su cuerpo primero tenso y luego débil, desmadejado entre mis brazos, sus suspiros al darse cuenta de que su entrega había sido total, sus ojos sorprendidos mirándome abiertos de par en par hasta que, suavemente, fueron cerrándose, como un niño que se duerme. ¡Cuánta belleza! ¡Cuánta felicidad!

Por eso me cuesta arrepentirme, porque sé que no está bien y? a la vez? no sé? algo tan hermoso no puede ser malo. Pero sé que no me entenderían si saliera a la luz. Por eso me ocupo siempre de que nadie se entere.

Limpié bien la navaja que llevo siempre en el bolsito, lo empujé suavemente, rodando por la arena los pocos metros hasta el mar, borré las huellas con una rama de pino y lo dejé en el agua al abrazo de la marea que lo arrastraría hasta las profundidades mientras yo, después de lanzarle un beso de agradecimiento, volvía a la discoteca a buscar a mis amigas.

Me da un poco de vergüenza, padre. Sé que no estuvo bien y me arrepiento un poquito, pero es que a veces el calor? el alcohol? las noches de verano? usted me entiende.

Que conste que yo no quería confesarme. Fue usted quien se empeñó y lo puso como condición para casarnos en la basílica. Yo, por mí, no habría venido, así que no me eche a mí la culpa ahora.

Sé que no puede contarle esto a nadie. Ya le he dicho que me pasé doce años en un colegio de monjas; sé muy bien lo que es el secreto de confesión. Por eso se lo he contado. ¿Va a darme la absolución?

Ya verá mañana qué boda más bonita. Y el menú? ya me dirá cuando empiecen a salir las fuentes de marisco?

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