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Bartolomé Pérez Gálvez

Derechos y caridad

Me desagrada enormemente la solidaridad mal entendida. Ya saben, la que nace del postureo y acaba por cronificar la desigualdad social. Es denigrante para quien la recibe porque, sin desearla, sus propias necesidades le obligan a aceptarla. Y lejos de favorecer la justicia social, estos comportamientos acaban por perpetuar las carencias de quienes menos tienen. Quizás por ello me ha llamado la atención tanto la mísera respuesta de los invitados a la boda de Leo Messi, como la propuesta en sí misma. A la petición de los novios de no recibir regalos a cambio de donativos para una ONG, los invitados respondieron con una aportación que apenas superaba los 35 euros per cápita. Poca cosa para todo el glamour derrochado en el evento.

La tacañería de los invitados es una simple anécdota que, no obstante, obliga a reflexionar. En aquellas tierras es más habitual que las necesidades sociales sean cubiertas por las entidades no gubernamentales. Quizás por ello, en Argentina ha dolido con mayor intensidad el escaso compromiso social demostrado por muchos ídolos de multitudes. Imaginen la incongruencia del ambivalente Gerard Piqué, dejándose 15.000 euros en el casino del hotel, pero cerrando la «butxaca» a la hora de aportar su granito de arena para construir casas de emergencias, objeto final de la donación que se solicitaba. En fin, cada uno hace con su dinero lo que le viene en gana y, por otra parte, tampoco es habitual acudir a una boda con parné en el bolsillo, ni supongo que la ONG caería en la cuenta de llevar la bacaladera para pasar la tarjeta VISA de los asistentes.

Cabe suponer que cada país presenta distintas dificultades en materia social, así como diferentes maneras de afrontarlas. Ahora bien, si en algo suelen coincidir unos y otros es en confundir los derechos con la caridad, así como en delegar las obligaciones de los poderes públicos en las organizaciones civiles. El poeta y líder de la independencia cubana, José Martí, decía que los derechos no se mendigan, sino que se arrancan. Y así debiera ser. Cubrir las necesidades básicas de los ciudadanos constituye la principal obligación de los gobiernos, pero no por ello la más cumplida. Porque una cosa es conceder derechos y otra, bien distinta, llegar a disfrutarlos.

Lo de Messi y sus amigos no se aleja mucho de los saraos que se organizan por estas tierras. Hasta tal punto confundimos los derechos con la benevolencia, que en este país hemos llegado a rifarnos a los pobres. A uno le viene a la memoria el «Plácido» del genial Berlanga, y recuerda aquella subasta en la que reflejaba sarcásticamente la caritativa campaña franquista de sentar un pobre a la mesa. Eso sí, recuerden que era solo en Navidad. Poco han cambiado las cosas, si exceptuamos algunos detalles relacionados con la puesta en escena.

Hoy en día, esto de la caridad se ha convertido en un escaparate para aspirantes a «celebrities», «influencers» y demás fauna que desean formar parte de la «socialite» -sin acentuar, queridos míos-; anglicismos que, por cierto, la Real Academia hace bien en repudiar. Cierto es que siempre han existido este tipo de actos, en los que unos comparten las migajas con otros. Si hace años se estilaba celebrarlos en la más estricta intimidad de los elegidos, ahora no hay evento de este tipo que no lleve incorporado un «photocall», para mayor visibilidad mediática de los solidarios asistentes. Lo jodido es que hay quien se lo cree. Vaya, que no solo pretende incorporarse al mundo de la vanidad social, sino que se regocija convencido de su bondadoso comportamiento.

Un servidor cree más en la utilidad de un sistema fiscal más justo y en la priorización del gasto social. Y, en espera de que llegue ese momento -una utopía, es posible-, cuando menos deberíamos ser conscientes de que estos actos caritativos pueden acabar generando aún más discriminación. Hasta Naciones Unidas ha tenido que advertir de los peligros de ciertas campañas de concienciación social que, aun siendo diseñadas con el mejor de los propósitos, acaban perpetuando un modelo caritativo y discriminando a los colectivos a los que pretende favorecer. Se trata de garantizar derechos, no de vivir de la compasión voluntarista.

Por cierto, lo de Messi y compañía coincide con los nuevos datos relativos a la extensión de la pobreza en la Comunidad Valenciana. Las cifras, aportadas por la propia Generalitat, indican que uno de cada cinco valencianos -en concreto, el 19% de la población- vive en riesgo de pobreza. Entre los menores de edad, la tasa se incrementa hasta el 26,3% o, lo que es lo mismo, más de 223.000 niños valencianos viven en esta situación de carencia material. Como es habitual, las malas nuevas se comunican en mitad del verano, cuando menos atentos estamos a las informaciones de cierto calado social. Les invito a que comparen la difusión mediática de ambas noticias y comprobarán el escaso interés que ha suscitado la realidad más cercana, en relación al que ha despertado el bodorrio del futbolista del Barcelona.

No es novedad que esta Comunidad sea una de las más pobres del país. Tampoco el hecho de que la provincia de Alicante registre una tasa de pobreza significativamente más elevada que la que soportan Valencia o Castellón. En esta ocasión, lo realmente llamativo es que las cifras hayan empeorado respecto al año anterior. Bueno y que, hace apenas unas semanas, la vicepresidenta del Consell y consellera de Igualdad y Políticas Inclusivas, Mónica Oltra, aseguraba en el Consejo de Europa que la pobreza había descendido en la Comunidad Valenciana. Ahora parece que no era exactamente así. Lo dicho, en agosto no se entera nadie.

¡Se me olvidaba! Que el Ayuntamiento de Alicante multe a un indigente con 6.000 euros por maltratar a su perro puede ser una acertada decisión, aunque sea imposible de ejecutar. La cuestión estriba en saber si alguien será sancionado por maltratar al indigente con su pobreza. Supongo que no.

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