Información

Información

Contenido exclusivo para suscriptores digitales

Emociones primarias

Cada persona actúa por una serie de motivaciones que en el fondo siempre son un misterio. Una amiga neoyorquina que tiene leucemia me escribió hace poco que aprovecha los momentos libres de la quimioterapia para dar clases de inglés a algunas mujeres musulmanas recién llegadas a Estados Unidos. Eso, me dijo, la hacía sentirse mucho mejor y le daba ánimos para seguir enfrentándose a su enfermedad. Experimentar la gratitud de unas mujeres que habían imaginado que iban a ser muy mal recibidas en los Estados Unidos le proporcionaba -me dijo- una paz que no había sentido en mucho tiempo. Y esa paz - ella estaba segura de eso- la estaba ayudando a superar su enfermedad. Supongo que otra persona habría reaccionado ante su enfermedad con rabia y con resentimiento en vez de generosidad, así que se habría dedicado a culpar a alguien más -la gran especialidad de nuestra época- por la mala suerte que le había tocado vivir. Y en vez de ayudar a esas mujeres musulmanas recién llegadas, esa otra persona se dedicaría en los breves respiros de su enfermedad a gritar contra Trump o el capitalismo o los inmigrantes ilegales o los musulmanes que quieren destruir nuestra civilización. Cualquier cosa con tal de dar rienda suelta a su rabia y su frustración. Pero esa amiga no hacía nada de eso. En vez de gritar, actuaba. En vez de culpar a otro -ya fuese una persona o una idea o un sistema político o una religión o una costumbre-, ella aceptaba de la mejor forma posible la adversidad. Y en vez de regodearse en el resentimiento causado por una situación particular de desdicha y dolor, ella procuraba convertirla en un motivo para actuar de forma altruista. Y ahí entraban esas clases a mujeres musulmanas recién llegadas a Estados Unidos. Recuerdo que una vez, en un tren que atravesaba Long Island, esa amiga me señaló el lugar preciso donde se levantaba el vertedero de basuras que había inspirado a Scott Fitzgerald el Valle de las Cenizas que aparecía en "El gran Gatsby" (y que al final acababa causando de forma indirecta la muerte del pobre Gatsby a causa de una fatídica confusión). "Allí estaba el Valle de las Cenizas", me dijo señalando por la ventanilla un anodino paisaje industrial cerca del estadio de los Mets. Dos años después de aquello, cuando se le declaró la enfermedad, esa amiga tuvo que empezar a vivir en su propio Valle de las Cenizas. A veces me escribía breves correos contando las pocas cosas que podía hacer: algunas lecturas que debía interrumpir enseguida, algunos paseos breves y vacilantes por las calles de su barrio de Brooklyn (hasta la esquina del pub inglés, hasta la cuesta que sube a Prospect Park). Otras veces mantenía un largo silencio, y entonces yo sabía que la quimio la dejaba tan destrozada que no tenía fuerzas ni ganas de hablar con nadie. Pero ahora parece que todo va mucho mejor y que ha podido reiniciar una vida más o menos normal. Para mí ha sido una de las mejores noticias de este verano. Pensaba en esta amiga cuando vi las protestas de los animalistas contra la última corrida de toros en Palma. Supongo que muchos de esos animalistas actuaban movidos por un verdadero amor a los animales, pero otros simplemente habían encontrado en el odio a los toros una excusa perfecta para dar rienda suelta a su resentimiento y a su frustración. Y lo mismo podría decirse de los que defendían las corridas de toros, o la caza, o cualquier otra costumbre o tradición que se haya convertido en motivo de polémica en nuestro país (y aquí somos capaces de montar una polémica ideológica incluso con la barbilla de Andreíta Janeiro, que ya son ganas de montar polémicas). El caso es que la pregunta me inquietaba: ¿hasta qué punto había en las protestas un verdadero amor por los animales o una simple excusa para insultar y gritar? Porque hay gente, desengañémonos, que busca cualquier motivo para quejarse de las heridas íntimas que ha sufrido a lo largo de su vida (una infancia desgraciada, el abandono del padre o la madre, las penalidades económicas, la mala suerte en el amor o en el trabajo, un físico poco agraciado, en fin, cualquier cosa). Y la primera excusa es buena para convertir esa herida íntima en combustible ideológico con el que dar rienda suelta a lo que no es más que simple frustración personal. Repito -en estos tiempos hay que repetirlo todo veinte veces para que se enteren hasta los más despistados- que hay gente que sí actúa por verdadero amor a la causa que defiende, así que sus gritos y sus pronunciamientos son sinceros. Pero hay otra gente que sólo busca una excusa para dar salida a su rabia y su odio y su hostilidad. Mala cosa en estos tiempos en que las emociones más primarias se han convertido en la "ultima ratio" de toda la acción política.

Lo último en INF+

Compartir el artículo

stats