Necesitamos desconectar de cuanto nos rodea. A veces, para evadirnos y dar rienda suelta al deseo; en otras ocasiones, con la sana intención de ejercer una reflexión más serena. A diario me busco la vida para saborear esos momentos de soledad. Consciente de que la música amansa a las fieras, acabo por escuchar algún tango de Discépolo o de Piazzolla, generalmente aderezados con la bossa nova de los Vinicius, Jobim o Elis Regina. La cuestión es recobrar esa vena bohemia que los años nos hacen ir perdiendo. Mano de santo para olvidarse del mundanal ruido.

La verdad es que andaba con ganas de hablarles del tango. Quizás sea ahora el momento, hartos ya del conflicto independentista catalán o de los últimos coletazos pre-veraniegos del político de turno. Advierto que no soy un experto en la materia, sino un simple admirador de una música que refleja la vida de cualquier mortal. Eso sí, me limito a escuchar y a leer porque, en lo de bailar, no hay solución: nací patán y sigo sin propósito alguno de enmienda. Adoro el tango por la intensidad emocional que transmiten sus compases, pero también -quizás, incluso aún más- por unas letras que denuncian la maldad humana y la injusticia. Es el tango social, la otra cara de uno de los géneros musicales más apasionantes.

Les hablaba de mi devoción por Discépolo. Aunque su nombre pueda llevar a engaño, no se trata de un clásico griego sino de un compositor, politólogo y mil cosas más, nacido en Balvanera, barrio bonaerense de guapos y milongas. Si Groucho Marx aportó sentido filosófico al humor, Enrique Santos Discépolo se lo añadió al tango, al que definía como un «pensamiento triste que se baila». Llegó a convertirlo en un instrumento de denuncia social y no solo en un lamento desgarrado del amor no correspondido. Este es el tango que me agrada. Y es que, antes de que Bob Dylan, Joan Báez o Víctor Jara fueran referentes de la canción protesta para muchos de quienes ya peinamos canas, Discepolín -que así se le conocía por su extrema delgadez- había triunfado en este género. Nos dejó una obra musical y literaria tan existencialista como repleta de malos presagios, desgraciadamente cumplidos en su mayoría. Algo así como un Nostradamus más próximo en el tiempo y, sobretodo, mucho más agradable para los sentidos. Por cierto, les recomiendo el maridaje con Facundo Cabral, punto intermedio entre el optimismo guasón de Groucho y la cruda realidad que describía el porteño. Tiren de YouTube, ajústense los cascos? y pasen un buen un ratito.

El tango social nos hace recordar a Cicerón, cuando advertía de que un pueblo que olvida su historia está condenado a repetirla. ¡Benditos clásicos! Basta repasar las letras de algunas de estas canciones para darnos cuenta de que no aprendemos. La lección es de aplicación universal porque, mientras se trate de humanos, el cuento no cambia. En fin, les inicio los ejemplos con ese Cambalache que han versionado hasta Serrat y Calamaro, recordándonos que «hoy resulta que es lo mismo ser derecho que traidor, Ignorante, sabio, chorro, generoso, estafador. El que no llora, no mama. Y el que no afana es un gil». Se escribió en 1934 y miren si algo ha cambiado desde entonces ¡Nada, absolutamente nada! Ocho décadas después, la descripción sigue siendo tan lamentable como acertada.

En tiempos tan materialistas como los que vivimos, no es extraño vender el alma y la vergüenza por un par de chavos. Nada nuevo. En otra de sus piezas clásicas -«¿Qué vachaché?»-, allá por el año 1926, Discépolo denunciaba la pérdida de valores morales: «lo que hace falta es empacar mucha moneda, vender el alma, rifar el corazón, tirar la poca decencia que te queda... Plata, plata, plata y plata otra vez...». Y miren si han pasado revoluciones, guerras, reformas, modelos económicos y todo tipo de gobiernos. Pero seguimos igual -«no ves, gilito embanderado, que la razón la tiene el de más guita»- y, por más que se haga ostentación de honradez, a ésta «la venden al contado y a la moral la dan por moneditas». Solo es cuestión de acordar el precio.

Discépolo era un tipo bueno que precisaba ser querido, pero que también sufrió más de un desencanto. Quizás por ello creía que cada uno va a su bola y así lo reflejó en sus letras. En ese «Yira, yira» que hiciera famoso Gardel, recordaba que «aunque te quiebre la vida, aunque te muerda un dolor, no esperes nunca una ayuda, ni una mano, ni un favor» ¿Exagerado? Bueno, era la forma de ver la vida de alguien que no disfrutó de muchas alegrías en la suya. Dejó escrito su interés por denunciar la soledad universal del hombre porque «hay un hambre que es tan grande como la del pan y es la de la injusticia, la de la incomprensión». Sería fácil tacharle de fatalista, pero no me negarán que a esta sociedad le falta una buena dosis de empatía.

Descubran la obra de mi protagonista, que es extensa y les dará juego para reflexionar. En versión musical o leyendo alguno de sus libros, pueden aprovechar el verano para comprobar que no hemos cambiado tanto. Llegado el caso de que aparezca el desánimo -«nací a las penas, bebí mis años, y me entregué sin luchar»-, cambien de registro con Astor Piazzolla, otro revolucionario del tango. En él encontrarán más música que letra ¡pero qué música! Si no sienten la paz interior con Oblivion o son incapaces de vibrar con Libertango, será señal de que el calor les ha dejado muy tocados. Incluso permítanse derramar alguna lágrima despidiendo a Nonino. ¡Qué maravilla!

¿Lo ven?, el tango no es solo desamor. El tango es la vida misma. Disfrútenlo.