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Mercedes Gallego

Afortunada

Tengo una sobrina que estudió Magisterio con la aviesa intención de dedicarse a la docencia y, de paso, ganarse la vida. Con esa pretensión, la aportación inestimable de alguna beca y el apoyo incondicional de la familia, que cubría allí donde la ayuda pública no llegaba, dejó su domicilio, se instaló en la que durante cuatro años fue su nueva ciudad y se preparó a conciencia para, llegado el momento, estar a la altura de lo que se le exigiera. Como quiera que, pese a todo, el presupuesto con el que contaba no le daba para matrícula, alojamiento, comida, combustible y esos pequeños vicios que pasan por un café de vez en cuando, un cine en miércoles y una pizza con cerveza cuando se puede, comenzó a apuntalar su ajustada economía con trabajos esporádicos con los que ocupaba los fines de semana, fiestas de guardar y los ratos que la Universidad le dejaba libres.

Así, durante ese tiempo de facultad compaginó los apuntes de la mañana con las bandejas en bares y pubes por las tardes. Una actividad que con los estudios finiquitados y su título en el bolsillo (ahora creo que duerme el sueño de los justos en algún cajón de no sé dónde) pasó a convertirse en su principal fuente de ingresos. Era eso o nada. Se agarró a eso y en ello sigue unos cuantos años después con contratos en precario para trabajos en los que alcanzar el salario mínimo es casi una gesta y estar dada de alta durante las horas reales de actividad, un imposible. Pero lo que más me preocupa es que, encima, se siente afortunada.

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