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Veinte años no es nada

El nacer en un lugar o en otro siempre ha dependido del sitio en el que a los padres de cada cual les dio por ponerse verriondos y tirar de legítima lujuria, ese sano estado de enajenación

Dice la tonada y qué razón tiene. Como dice el adagio popular que el tiempo todo lo cura. A mí esto de los nacionalismos me la trae bastante floja, perdonado sea lo grosero del señalamiento. A mí, con todos los respetos por los que beben los vientos por la patria y por el último truño abandonado en cualquiera de sus esquinas, el nacionalismo, empezando por el españolista, me parece una puerilidad, una ramplonería, una palurdez, un medievalismo, una cavernaria forma de ser y de sentir. Dijo Agustín de Foxá en una conferencia en Chile que morir por la democracia era como morir por el sistema métrico decimal. Se lo tomo prestado. Sentirse orgulloso por el terruño es como sentirse orgulloso del sistema métrico decimal y aún de la tabla periódica de los elementos. Hombre, claro está que no es lo mismo nacer en el corazón de Londres, en el seno de una familia con posibles que en una aldea del cuerno de África. Eso ya es cuestión de suerte y de lo azaroso del destino, como nacer un poco cabroncete, bajito y mal encarado. El nacer en un lugar o en otro siempre ha dependido del sitio en el que a los padres de cada cual les dio por ponerse verriondos y tirar de legítima lujuria, ese sano estado de enajenación. A mayor abundamiento y si tiramos de los anales, los nacionalismos no han traído más que problemas, odio e incluso, absurdo derramamiento de sangre, mayormente de gente inocente que, como el que esto escribe, siente que el ser de un sitio o de otro le importa una higa.

Esta semana pasada, se han cumplido veinte años del asesinato de Miguel Ángel Blanco. En la novela de García Márquez, «Crónica de una muerte anunciada», el asesinato de Santiago Nasar se anuncia en la primera página. El de Miguel Ángel Blanco en la segunda de la historia universal de la infamia (sí, sé que me repito y que cito demasiado a Borges, pero es preciso), esa que dejaron escrita todos los felones que en el mundo han sido. Dos días con sus noches, España fue la camisa sudada del «ajusticiado». Dicen que la camisa de Miguel Ángel estaba empapada en sudor, el sudor del pánico, del terror, de la angustia. Todos estábamos pendientes de un hilo, del ultimátum, de la canallada. Y a todos nos mataron un poco hace ahora 20 años. A Miguel Ángel Blanco lo mató el último truño en cualquier rincón de un país estigmatizado por el fanatismo, la vesania y la locura. Me sabe mal decirlo, que las generalidades son odiosas, pero el País Vasco ha quedado tocado tras mil muertes absurdas. Me sabe mal por los cientos, miles de vascos que plantaron cara al terror, por los que le echaron huevos y salieron a la calle a cara descubierta, por la policía que se unió a los manifestantes quitándose la máscara del miedo. El País Vasco estará estigmatizado, como la España franquista, la Alemania nazi, la Italia fascista, hasta que el tiempo cierre las heridas. Los «valientes gudaris» sacaron su guadaña y no sólo descabezaron inocentes sino la inocencia y la nobleza de un pueblo inocente y noble. Y estigmatizar a un pueblo no tiene veinte años de perdón, que veinte años no es nada.

Dos días de angustia general, dos días de incredulidad y dos tiros que tiñeron de sangre la camisa blanca de nuestra esperanza que aún, después del tiempo, seguimos esperando. La madurez de los pueblos pasa por dinamitar fronteras, muros, pasaportes. La madurez de los pueblos pasa por llegar a la consciencia de que la patria no es un lugar sino uno mismo, el sitio íntimo y anímico donde uno habita. Personal e intransferible. La madurez de los pueblos estriba en llegar a la conclusión de que a una bandera se le puede dar usos distintos que distan mucho del envanecimiento y la solemnidad. No digo a qué sanitario uso me refiero por no ofender más de lo preciso.

Quede esta tribuna como humilde homenaje a Miguel Ángel Blanco y a todos los que padecieron y entregaron su vida por el amor fanático de unos pocos a un trozo de tierra, a un zurullo en una esquina, al sitio donde, casualmente, dos amantes con el rijo desatado, pegaron el polvo de su vida, a pelo y sin bufanda.

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