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Javier Mondéjar.

El espíritu deportivo

El espíritu deportivo lo inventaron los ingleses para contrarrestar la versión maya y azteca del juego de pelota, por la que a los perdedores se les ejecutaba sumariamente en el terreno de juego

Hay gentes que son muy receptivas y tolerantes con la crítica ajena, siempre y cuando no se produzca y por tanto no la reciban. Aceptar que puedes ser objeto de censura -bien en versión de pellizquitos de monja o como ataques abiertos- requiere una mente tolerante, capaz de reírse de sí mismo y, desde luego, muy alejada del tipo ayatolá. Hay homínidos que se creen que tienen un relato irreprochable sin mancha alguna ni pecado original. Son los peores cuando alguien osa siquiera argumentar sus postulados, porque se defienden como leones enjaulados adiestrados por Ángel Cristo.

El espíritu deportivo lo inventaron los ingleses para contrarrestar la versión maya y azteca del juego de pelota, por la que a los perdedores se les ejecutaba sumariamente en el terreno de juego. Astutos ellos, los británicos llegaron a la conclusión de que pocos partidarios iban a encontrar para practicar el noble deporte si en cada partido se masacraba a la mitad del vestuario. Los espectadores, por contra, salieron perdiendo, porque las ejecuciones era la parte más divertida y compensaba pagar la entrada por ver descorazonado en sentido estricto al odioso equipo rival. En la actualidad, los espectadores buscan tales emociones en programas como «Supervivientes» o cualquiera de las tertulias gore del corazón, que no por incruentas son menos mortíferas.

Ni siquiera en las Islas sigue predominando el «fair play» en el fútbol. La invasión que han sufrido de peloteros de otras latitudes ha acabado con esa buena costumbre de que el delantero que se desplomaba en un «piscinazo» era abucheado por los suyos, por los otros, amonestado severamente por el árbitro y por su santa madre, y con la cara roja de vergüenza juraba ante las cámaras no volver a caer en la tentación. A tanto llegaba la cosa que a los delanteros británicos había que romperles la tibia y el peroné para que cayeran en el área, e incluso se habla de duros mediocampistas que fueron capaces de salir por su propio pie del campo declarando: «esto es una tontería, no me duele nada», con el fémur roto por cuatro sitios. Ahora ya no es lo mismo, pero así y todo en la Premier hay que ser muy desahogado para engañar al árbitro fingiendo una agresión.

Es verdad que el espíritu deportivo llega hasta el nivel en que te tocan las narices, lo que podría denominarse el máximo común denominador de las estupideces humanas. Concretamente a mí me alcanza en mis relaciones con la Administración, porque la burocracia me resulta lo más parecido a los círculos del infierno de Dante, donde hay que abandonar toda esperanza de salir indemne. «Si no te pilla la ventanilla, confesao, la ventanilla hace papilla al más pintao», Forges dixit.

La última es de Kafka, así que se la cuento. Cada tres años hay que renovar cierta licencia, lo que obliga a una carrera de obstáculos de ventanilla en ventanilla soltando cantidades en cada una de ellas. No me importaría pagar si pudiera evitar la personación en el negociado correspondiente y no tuviese que cubrir el trámite de un reconocimiento médico por el que apoquinas una pasta para que certifique que estás capacitado para acechar gamusinos en el bosque. Como la Administración española es la más guay del mundo te permite descargarte las instancias y los documentos de pago en internet, puesto que los funcionarios no pueden manejar una peseta y hay que pagar personalmente en el banco o en la banca online.

En resumen: para esta licencia necesitas acudir a cuatro ventanillas, pagar dos veces presencialmente y otras dos online, y rellenar dos instancias. La broma te sale por más de 90 pavos y pierdes fácil dos mañanas entre unas cosas y otras. Pero no acaba aquí la cosa: te presentas en el último mostrador que está en las afueras de una localidad cercana cargado como un burro con algunos instrumentos propios de la habilitación en cuestión y una carpeta desbordante de papeles: una garantía prepostal, siete pólizas, el precepto pascual de tu parroquia y la huella de un dígito del pie, siguiendo con la canción de Forges.

Ahora viene lo bueno: el amable funcionario te comunica que te tienes que pasar por el banco, y tú le replicas -condescendiente- que se le ha debido olvidar mirar la documentación porque tú, que eres persona de orden, has pagado las tasas correspondientes como consta en determinado papel.

Quiá -sonríe atribulado el hombre- puede Vd. blasfemar un rato, es su privilegio -me dice- pero justamente el viernes cambiaron la tasa y ha pagado el precio antiguo, por lo que tiene que ir al banco a abonar la diferencia. Después de gruñir a modo, acordarme de los ancestros de Montoro y de Rajoy, jurar en arameo y por Snoopy que jamás en la vida volveré a pasar por este trámite, le pregunto al funcionario cuál es la diferencia por la que voy a perder tres cuartos de hora buscando un banco.

11 céntimos, así les digo, 11 céntimos. Tengo que coger el coche, buscar un banco, aparcar, conseguir que el bancario me haga el favor de ingresar en la cuenta del Tesoro tan exorbitada cantidad sin que se parta de risa, recoger la vuelta de un euro en moneda fraccionaria (no se la quiso quedar el del banco), buscar el coche, volver, enseñar el papel y terminar el trámite.

Todo por 11 céntimos, ¿no es matarlos? Obviamente mi espíritu deportivo estaba muy poco activo cuando con el calorazo recogí la documentación, me calé el chapeo, requerí la espada, miré al soslayo, fuíme y no hubo nada.

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