Ya advirtió Vicente Verdú en un artículo que publicó en el año 2004 ( La importancia de ser simpático) la animadversión hacia los universitarios que se había instalado en los departamentos de personal y en los despachos de dirección de una gran mayoría de empresas. Según un estudio hecho por aquel entonces por la Universidad de Oxford, las empresas no querían sabihondos ni personas con un cierto nivel cultural e intelectual acorde con la formación universitaria sino que en su lugar preferían «tipos simpáticos y espabilados» que supiesen adaptarse y quedar bien en cualquier lugar gracias a conversaciones simples y a modales correctos.

Los principales motivos para Verdú eran dos. Por un lado, el hecho de que muchos universitarios saliesen de la Universidad con unos conocimientos escasos, sin disciplina y sin voluntad de aprender. Jóvenes que no leían y que no viajaban porque preferían gastarse el dinero en ropa o en locales de ocio nocturnos. Por otro lado, para los empresarios era preferible tener trabajadores con conocimientos limitados porque en la era de la comunicación y la imagen era más importante caer simpático y tener una respuesta veloz. Es decir, parecer competente sin serlo.

Cuando las empresas se dieron cuenta de que los universitarios leídos y viajados gustaban de reflexionar en voz alta en las reuniones de empresa y realizar las tareas de su trabajo dentro de un pequeño margen de autogestión en el que aplicar el razonamiento y los saberes aprendidos, saltaron las alarmas en los departamentos de personal. Su primer paso fue contratar como responsables de recursos humanos a universitarios con algún máster pero conocimientos culturales muy limitados. Responsables que, obviamente, tienden a contratar a personas que no les hagan sombra ni a ellos ni a los directivos pero que al mismo tiempo sean simpáticos y tengan conversaciones ligeras y fluidas.

Nos recordaba Vicente Verdú que en esta época en la que nos ha tocado vivir la banca, las ventas, la comunicación y el ocio son los sectores empresariales con más presencia en la economía. Hoy podríamos añadir todo lo relacionado con internet y especialmente los juegos de ordenador que ya mueve más dinero que la industria del cine. ¿Es preciso para trabajar en alguno de ellos haber leído a Proust? ¿Y a Séneca o a Kafka? No sólo no lo es sino que las empresas buscan sobre todo candidatos que no lo hagan. Si hoy en día todos vendemos algo a alguien se busca para este cometido a personas simpáticas que sepan estar y con conversación liviana que no haga sentir al comprador como intelectualmente inferior.

Pero debemos dar un paso más. Desde el año 2004 las cosas han ido a peor. Es muy habitual que los jóvenes y no tan jóvenes que buscan trabajo hoy en día estén «sobrecualificados». Terrible término que vuelve a señalar la dificultad de España para crear un entramado empresarial y un modelo económico al que no le afecten tanto y de manera tan negativa los ciclos económicos. Que un aspirante a encontrar un empleo elimine de su currículum su título universitario para poder acceder a un puesto de trabajo explica de manera clara el problema que tiene España con todo lo que tenga que ver con la cultura y el conocimiento.

Si cuando Vicente Verdú publicó el artículo que nos ocupa hoy lo cultural en las empresas españolas estaba mal visto, en la actualidad suele ser motivo de burlas y desprecios. Recuerdo que en una empresa en la que trabajé hace algún tiempo los mandos intermedios llamaban a los universitarios «los intelectualitos» mientras que los directivos cuando se enteraban que era universitario lo primero que decían era que no entendían cómo podía estar trabajando con ellos, lo que suponía despreciar por partida doble la empresa que dirigían. Además de asumir que para trabajar no hacía falta tener conocimientos que fueran más allá de la rutina diaria laboral y de cumplir las órdenes sin margen para el razonamiento, al mismo tiempo reconocían su propia incapacidad de tener a su lado a personas que, pudiendo tener un mayor conocimiento sobre algún aspecto concreto de la actividad comercial, pudiesen ayudarles para un mejor éxito de su empresa. Es decir, preferir un menor crecimiento de beneficios antes que aceptar que una persona de su departamento pueda saber más que él en un campo concreto.

Durante los últimos años España ha asumido como algo normal que miles de jóvenes bien formados -con estudios universitarios, máster de especialización y algún idioma- se hayan ido a vivir a otros países. Sobre todo de Europa. Países que han recibido con los brazos abiertos a trabajadores cualificados y educados que no son discriminados por su afición a la lectura o al arte. Jóvenes que no regresarán a España porque en sus países de acogida han rehecho su vida y donde pueden desarrollar una vida digna gracias a sueldos acordes con su formación.

¿Para qué tendrían que regresar? ¿Para entrar en una espiral de contratos temporales y de sueldos míseros?