Hay un mito excesivamente extendido en el ámbito político que distancia el mundo empresarial de la izquierda, en particular, de la socialdemocracia que representa el Partido Socialista. Aunque esa idea ha sido enraizada con la clara intencionalidad de arrumbar al socialismo hacia capas sociales y económicas distintas al empresariado, hay que negar taxativamente esta separación, dicho en los términos que luego se expondrán.

El socialismo democrático ha perseguido, y persigue, la conquista de la igualdad como elemento integrador de la sociedad y motor del progreso de un país, por ello, atender las necesidades esenciales de aquellas personas más desfavorecidas no es más que un deber indiscutible e irrenunciable como colectivo, sin el cual carece de fundamento la idea de sociedad como tal. Sin embargo, la evolución de nuestro sistema económico ha creado nuevos destinatarios de las políticas de la socialdemocracia. Se comete el error de idealizar el mundo empresarial con las cotizadas del Ibex 35 o las grandes empresas de nuestro país, no obstante, estas empresas sólo representan un escaso diez por ciento del parque empresarial. La inmensa mayoría de las empresas de España son pymes, es decir, pequeñas y medianas empresas, siendo las primeras, incluso, las más numerosas. En definitiva, el perfil del empresario español es un autónomo o pequeño empresario, que tiene a su cargo un número no superior a diez empleados, y que tiene que hacer frente a las adversidades económicas y sociales de nuestro entorno. Siendo, como son, un pilar esencial de la riqueza y el empleo de nuestras ciudades, las pequeñas empresas no son atendidas como debieran, puesto que las desigualdades también se producen en este entorno debido a la inexistencia de eficientes políticas públicas. Las grandes empresas son más competitivas por su capacidad de innovación e internacionalización, pero las pequeñas empresas se ven sometidas a un mercado injusto debido a la falta de financiación que ha provocado la desinversión y una drástica bajada de precios, con la consiguiente pérdida de valor.

La mejora de la economía no nos permite ser especialmente optimistas, dado que esa mejoría no se encuentra respaldada por el fortalecimiento de la competitividad y productividad de nuestras pequeñas empresas, más bien, al contrario, pues descansa en una devaluación que aleja nuestra pequeña empresa de la capacidad de competir con suficiente solvencia. Esa devaluación perjudica nuestro tejido productivo y social. Es urgente que desde las instituciones públicas se tome conciencia de esa debilidad y se aborde, de manera eficaz, políticas destinadas a que las pequeñas empresas accedan a la innovación, desarrollo e investigación. La inversión en conocimiento es lo que puede hacer que nuestras pequeñas empresas den un salto cualitativo y favorezcan la economía de nuestro país, permitiendo desarrollar nuevos sectores productivos o mejorando los existentes, trayendo consigo un crecimiento de puestos de trabajo más cualificados.

Apostar por romper esas desigualdades que padece nuestra pequeña empresa y facilitar el acceso a la innovación no es ajeno al socialismo democrático, puesto que esa iniciativa se asienta en la pretensión de un progreso social y económico, capaz de articular una sociedad más justa y sostenible. Por ello, en definitiva, la relación entre el empresariado y el Partido Socialista adquiere una dimensión especial en un momento determinante para nuestra sociedad.