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Soserías

Posverdad

La invención de una palabra cursi y su acogida en los altares del Diccionario de la RAE

Parece que la palabra "posverdad" va a ser elevada a los altares del Diccionario de la RAE que es el lugar donde se acogen los vocablos bienaventurados, los que han alcanzado la felicidad y pueden circular libremente en las conversaciones y en las novelas. Porque el diccionario es el puesto fronterizo, allí donde han de detenerse quienes juguetean con el lenguaje para enseñar la mercancía con la que trafican y donde se comprueba si han pagado el tributo pertinente.

Sin embargo, escritores ha habido siempre que han defendido la existencia de un Schengen idiomático, es decir, de un espacio sin controles donde cada uno pueda servirse del vocabulario a discreción, a volonté, como dicen los franceses que fueron los inventores de la Academia, allá en el siglo XVII. Así, bárbaros idiomáticos como Ramón del Valle-Inclán o Ramón Gómez de la Serna (ay, el privilegio de llamarse Ramón) han creado palabras -como el Papa crea cardenales- haciendo un corte de mangas a los aranceles de los académicos. Y no digamos Rubén que dejó escrito el mayor anatema: "de las Academias, de las epidemias, líbranos, Señor".

A los que somos pobres, el nacimiento constante de nuevas palabras nos alegra porque es lo único que el hablante se puede permitir libremente, lo único que puede fabricar sin pasar por caja ni someterse a reglamento alguno. La palabra viene engendrada con exuberancia por la madre naturaleza, en los encuentros entre amigos, copas y comidas, en los cabreos en la oficina, en la imaginación creativa o en la exaltación amorosa. Es decir, en lo único que somos ricos, por don del Cielo, es en palabras, teniendo como tenemos la cadena de montaje del abecedario a nuestra disposición.

Ahora bien, la palabra posverdad me llena de inquietud. Porque entiendo que a la misma precede la preverdad, que es el tiempo en que la verdad se está construyendo y crece en estado de larva hasta llegar a la condición de "verdad", oronda en su certeza, normalmente teológica, porque fuera de esta ciencia no hay verdades sino apariencias de verdades, un simple olor o simulacro de verdad. Ya dejó escrito Santiago Rusiñol que "quien busca la verdad merece el castigo de encontrarla". Solo al final de esta evolución -preverdad, verdad- es cuando aparece la posverdad, un momento en el que se ha descubierto lo que de papel pintado tenía la verdad y un momento en que el personal empieza a tomársela a pitorreo. La verdad, que andaba tan chula, se ha desnudado y se ha visto que todo en ella era artificio, industria, trampantojo. Un buñuelo sin crema ni chocolate, vacío, hueco.

Si esto es así, lo que digo es que para llegar a esta conclusión no es necesario inventar palabra alguna pues podemos recurrir a las que hemos empleado toda la vida, a saber, camelo, trola, bola o filfa, palabra esta antigua y que podríamos lustrarla y ponerla de nuevo en circulación.

Lo de posverdad es, además, una cursilada. Y de lo que debe huir el Diccionario es de la cursilería, la peor enfermedad que puede contraer la gramática, la que más difícil resulta sanar por los lexicógrafos.

Con ser esta observación muy seria, hay otro peligro que no debemos pasar por alto. Y es que si hemos descubierto la posverdad ¿no nos daremos de bruces con la posmentira? ¿y no tendremos que recorrer el mismo camino que lleva de la prementira a la posmentira? ¿No es todo ello un lío evitable?

A menos que demos con la "mentiverdad", una anfibología que -esta sí- tiene el encanto de la ambigüedad, del calambur, del adorable retruécano... La mentiverdad sería el equivalente del cuento chino que es, como sabemos, el ingrediente esencial en el relato del potaje económico y social que todos los días nos colocan y padecemos.

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