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Una limosna

Hace ya casi seis meses, Mariano Rajoy reunió en el Senado con fanfarria y oropel a la conferencia de presidentes autonómicos en medio de la más grave crisis territorial que ha padecido nunca España. A ese foro acudieron todos los líderes regionales con la excepción del catalán Carles Puigdemont y del vasco Íñigo Urkullu, alargando la tradicional ausencia de los lehendakaris en este tipo de convocatorias. El jefe del Consell, Ximo Puig, fue el único capaz de poner en el epicentro de ese encuentro el gran asunto a debate: el reparto de la financiación autonómica y la reforma de un sistema que a la Comunidad -la más perjudicada del Estado- le genera un expolio anual que supera los 1.300 millones. Es la cuestión capital de la política valenciana: sin suficiencia financiera, desde luego, no existe autogobierno real. Gestionar los principales servicios públicos no se puede fiar a la discrecionalidad del ministro de Hacienda, Cristóbal Montoro, a la hora de enviar el dinero; o a los socorridos préstamos bancarios del Fondo de Liquidez Autonómica, ese injusto rescate ocultado por Moncloa bajo las siglas FLA. Casi medio año más tarde y en puertas de empezar a elaborar los presupuestos de la Generalitat para 2018, el Consejo de Política Fiscal y Financiera se reúne hoy para, por segunda vez, intentar fijar un techo de gasto. Y esa convocatoria se producirá sin que se haya avanzado en la reforma de un sistema de financiación que lleva casi cuatro años caducado y con una «migaja» como compensación: un suplemento de gasto de apenas 100 millones. El Consell votará en contra. No es de recibo que te obliguen a vivir siempre de pedir limosna. Una decisión de esas que confirma aquello de que España también se dedican a romperla desde Madrid.

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