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La otra transición

Veinticinco años de la conversión de los clubes en sociedades anónimas deportivas

Acaban de cumplirse 25 años de la ley de Sociedades Anónimas Deportivas y quiero hacer memoria y justicia con la reglamentación que modernizó y profesionalizó la gestión de los clubes de fútbol, puso al día sus cuentas y los salvó de la quiebra. Hablo de hacer justicia con la santa transición deportiva, ahora que la otra está puesta en duda por esos nuevos políticos negacionistas que quieren hacer tabla rasa de la historia, inventar un país de la nada, o más bien reducirlo a la nada. Hablo de la reglamentación deportiva, que sacó al fútbol de la alegalidad y la desidia, lo metió en los cauces empresariales y creó las sociedades anónimas deportivas, con un nuevo marco de responsabilidad para sus directivos.

No fue un empeño fácil. Yo que viví desde dentro ese tiempo de cambio y de trastienda puedo dar cuenta de ello. Discreta e insistentemente, en las cenas de un restaurante de la calle Ferraz -la más política de Madrid- se fueron ganando las adhesiones de los distintos clubes profesionales al nuevo plan jurídico. Actuaron de muñidores el entonces secretario de Estado de Deportes, Javier Gómez Navarro y el presidente de la LFP, Antonio Baró. De "escuchas" Rafael Cortes, Jesús Samper y el firmante. A la postre, la oferta consensuada entre la patronal de los clubes y el Gobierno era poner a cero la deuda histórica del fútbol, mediante un crédito puente y un sistema de reestructuración de aquellos pasivos y, a cambio, implicar a presidentes y directivos en la gestión y la responsabilidad que comprometía sus propios patrimonios. ¿Cómo se hizo? ¿De dónde salió el dinero para tapar un agujero, el abismo en pesetas que entonces suponía un montante de 20 mil millones? La solución fue elevar la magra participación en las quinielas del 2,5 al 7,5% -luego acabaría en el 10%- y liquidar con ello las obligaciones con Hacienda, con la Seguridad Social y con los acreedores privados y establecer el capital social atribuido a cada club.

La excepción, ya se sabe, fueron el Barça, Real Madrid y Athletic, amparados en cuestiones históricas difíciles de entender y, sobre todo, en el peso de su patrimonio neto positivo. Insólito fue el caso del Osasuna, de su batallador presidente, Fermín Ezcurra, que logró la construcción de una tribuna para su estadio y compensar así una espléndida gestión en la que no había números rojos y que quedaba injustamente desairada de no recibir el dinero que percibía el resto de clubes para condonar su deuda. El plan fue una solución imaginativa y generosa, que tuvo, sin embargo, contestación interna. Los clubes no podían transformarse en empresas. Pertenecían a sus socios y aficionados. Su actividad deportiva, desinteresada, sentimental, no podía entrar en el cauce de la reglamentación general. Aceptarlo era prostituir sus valores y firmar su sentencia de muerte. Acabar con el altruismo de los directivos. Pero no había alternativas.

La quiebra amenazaba a todo el sistema y, con algunos mohines mentirosos, se aceptó la propuesta. Hubo también rechazo por parte de quienes siempre han estado en contra del fútbol y han visto en él la mano consentidora y generosa de los gobiernos, el reiterado recurso al panem et circenses de los exquisitos y falsos intelectuales. Argumentaban éstos que la sociedad como tal no tenía por qué subsidiar o acudir en ayuda de este espectáculo deportivo. Mas no era el caso. El fútbol se homologaba y reestructuraba con sus propios recursos, con la recuperación de una pequeña parte de la recaudación de las quinielas que le había sido previamente expropiada, como igualmente lo habían sido sus derechos de imagen y de transmisión televisiva. Veinticincos años después de todo el proceso puede que se hayan roto aquellas costuras. Las leyes no son para siempre.

Deben adaptarse a las condiciones cambiantes, especialmente en una actividad que sufre de gigantismo. Pero nuevamente el fútbol, con sus propios recursos -ahora con los derechos televisivos- vuelve a reestructurar y comprometer el pago de su deuda. Ojalá el saneamiento del resto de instituciones y empresas pudiera hacerse sin tocar el bolsillo de terceros. Mientras tanto, de bien nacidos es reconocer el trabajo y el acierto de los pioneros Antonio Baró y Javier Gómez Navarro.

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