A medida que van transcurriendo los años, cuando rememoramos personalmente u otros nos recuerdan cosas de la niñez, al menos a mí me sucede que lo más sensible de mi ser brota a borbotones. Eso fue lo que me acaeció hace algunos días con la columna «A sotavento» en estas mismas páginas de mi buen amigo, así lo considero, Manuel Pamies Andreu, en la que mencionaba a mi familia como «huelgos», en casa de alquiler con aljibe y pozo, y los buenos ratos de niños jugando y haciendo travesuras. Lo que no estoy de acuerdo con Manolico Pamies es que tuviera fama de «cafre». Eso es demasiado, pues simplemente era un chico travieso y nada más.

Pero yo guardo muchos más recuerdos de esos veranos, en los que apenas podía disfrutar del baño, ya que mi brillantez como estudiante no era la que se esperaba, siendo un cliente asiduo todos los veranos de la academia de don Romualdo Ballester y don Antonio Soriano, los cuales tenían como norma, de mutuo acuerdo con mi padre, que si no rendía lo que se esperaba el castigo pasaba por no permitirme ir a la playa. Pero, cuando todo iba bien, deseábamos que soplara levante, pues entre los alumnos más acostumbrados a esos vientos decían que se adelantaban las agujas del reloj de la iglesia, con lo cual salíamos unos minutos antes. Recuerdo un día que un chico de uno o dos cursos inferior al mío tenía una caja de cartón abierta sobre el banco. Al preguntarle don Romualdo, le contestó que estaba recogiendo sol para el invierno. Y, ahí quedó todo.

Eran años en que se estaba rellenando la playa del puerto y que sólo existía con solidez el paredón, siendo una odisea el poder llegar hasta el faro, pues las aguas del Mediterráneo, salían y entraban a su antojo desde el mar abierto a la bahía, en la que los barcos de los «chanes» atracaban en medio de ella, y allí eran cargados de sal a través de grandes barcazas procedentes de las eras, a las que llegaba a través de un tren desde las salinas, que atravesaba la explanada del matadero. En ella, improvisábamos nuestros partidos de fútbol, de cuyo deporte disfrutábamos en el «Campico de San Mamés», cuyo terreno de juego se acordonaba una hora ante, y durante el partido pasaba un aficionado con un saco recogiendo dinero como donativo, ya que la entrada era gratuita. En una ocasión sucedió un hecho que conmocionó a todos los aficionados, cuando un poste cayó sobre la cabeza de un niño que murió. Así, sobre un terreno de juego de arena, recién regada, veíamos a jugadores de Murcia, Alicante y Orihuela, incluso en una ocasión estuvo por allí el mítico Kubala. Eran años de amigos de entonces y de siempre, como Manolo Pamies que tenía a su hermano Antonio estudiando en el Seminario de Orihuela; del malogrado José María Vera Francés con el que mantenía correspondencia postal y me tenía al tanto de los asuntos de otros compañeros de la academia, o la llegada de algún circo con fieras a Torrevieja. Eran años con Paquitín, el sobrino del dueño del Bar El Ché; Eduardo Faus Casanova, Olegario, Sirvent, Rufino, «Los Tabardos» y «Los Valero". Años, de cucañas marítimas en el Muelle del Turbio, de alquilar una «jarbeta» en «El Bufa», de comprar masilla en Guardiola, para luego no pescar nada. Eran años, cuando rendíamos en la academia, de disfrutar en la playa del Acequión o en el puerto.

Y quiero terminar con la misma frase con la que Manolo Pamies concluía su «A sotavento»: «Son perdurables estos recuerdos porque como dicen que dijo alguien la patria de una persona siempre será su infancia». Y añadiría que mi patria, en verano, fue Torrevieja.