«El cerebro selecciona los recuerdos que son pertinentes y debilita conexiones sinápticas para evitar recuerdos superfluos. A su vez, el cerebro genera nuevas neuronas donde guarda los recuerdos que son necesarios para adoptar una buena decisión». Se trata de una de las conclusiones de un estudio neuro-científico de la Universidad de Toronto que mi buen amigo Rubén Martínez Dalmau -a quien mando un fuerte abrazo donde quiera que se encuentre- replica en Facebook y que, la verdad, viene a resolver algunas dudas a gente que, como yo, es reticentemente olvidadiza, sin poder hacer nada para evitarlo.

La memoria, la manera en que ésta funciona, es un maravilloso misterio, tanto si hablamos de la memoria individual como de la colectiva. Pero en más de un sentido, la memoria psicológica (no la técnica) juega malas pasadas si se confía en ella para afrontar lo nuevo.

Hay quienes creen que la acumulación de datos, de recuerdos, de ideas, de experiencias pasadas, es un medio privilegiado de la inteligencia para resolver los retos que se nos presentan en el día a día. Pero tal vez no sea así. Ya decían los maestros zen que no es posible enfrentar lo nuevo, que es desconocido, con los recursos de la memoria, que es el resultado de lo conocido. O dicho de otra manera: a partir de la experiencia acumulada en la memoria, en forma de clichés religiosos, ideológicos, políticos o psicológicos, no es posible recibir lo nuevo como realmente se merece.

Así que, tal como el estudio citado dictamina, el olvido es una función importante que el cerebro nos proporciona (sin que podamos evitarlo) en su empeño para adaptarnos mejor a las nuevas situaciones. De ahí que los niños olviden muchas cosas y que, de hecho, la memoria de una persona sana no evoque la información más precisa, la más completa, sino la más útil. Se tiende a pensar -en este nuevo tiempo, en que la cibernética es la viva imagen de la sociedad, en que la acumulación de información, de datos y de procesos estandarizados es lo que parece que importa- que la memoria enlatada de lo viejo va a solucionar todos los problemas. Mal vamos. Porque lo que bien puede suceder es que la dependencia de lo conocido impida responder a lo que sucede con una mirada nueva, fresca, creativa.

El olvido no ha tenido en general buena fama. Los psicoanalistas lo relacionan habitualmente con el «acto fallido», una estrategia de la mente que lo que hace es impedir que afloren a nivel consciente determinadas emociones experimentadas por el individuo, las cuales, al quedar registradas en el nivel inconsciente, producen neurosis, que es considerada una enfermedad. Pero si las conclusiones de Blake Richard y Paul Frankland, los autores del estudio, son acertadas, es el propio cerebro el que hace el trabajo de sanación, pues tiene buenos motivos para olvidar algunas cosas, de manera que nos ayude a adaptarnos mejor.

Las huellas más profundas de la memoria, las más duraderas, son las que están vinculadas a las emociones, no las que se derivan de las ideas, de las doctrinas o los cálculos del pensamiento racional. De esto no hay duda. Del mismo modo, las emociones nos permiten romper con el círculo de lo conocido, de lo ya decidido. En este sentido, cobra un especial significado el ensalzamiento tan actual que se hace de las emociones (no del sentimentalismo), que no es el retorno de lo irracional, sino la necesidad que tenemos de liberarlas para avanzar. ¡Ah!, se me olvidaba: no se les ocurra repetir una y otra vez lo mismo, acumular información, cargar la memoria de conceptos. No sirve de nada.