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Cuarenta años celebrando el silencio

Esta última semana me ha costado muchísimo dormir y no tengo claro si ha sido por la insoportable ola de calor infernal o por la ilusión que me producía el 40 aniversario de las elecciones democráticas de 1977 (ojo, no digo las primeras porque aquí ya hubo sufragio universal antes de que llegara la paz de los cementerios).

Ah, ¿que vosotros no estabais súper emocionados con la efeméride? Lo fácil sería pensar que vuestra falta de entusiasmo se debe a que sois unos irresponsables desagradecidos que no valoráis nada. Vamos, como todos los menores de cuarenta y pico años, gentuza que no sabe lo que es trabajar duro ni comprometerse y quiere que se le dé todo regalado. Pero dejemos a un lado esta hipótesis por un momento (total, como se usa para culparnos por cualquier asunto, seguro que podemos rescatarla en breve) y supongamos que, quizás, el problema esté en el desencanto absoluto con el relato edulcorado y repipi de la Transición que nos han metido con calzador.

Ha habido tanto empeño en hablarnos de la democracia como de un tesoro que varios señores sabios y bondadosos nos entregaban por simple generosidad, que ahora es imposible sentirla como algo que nos pertenece o en lo que tenemos legitimidad para influir. Vivimos en ella, pero no la sentimos como propia. Una democracia prestada, una concesión que nos obliga a estar en deuda eterna con quienes la hicieron posible. ¿Cómo nos atrevemos a cuestionar su conducta con todo lo que hicieron por nosotros hace cuarenta años? Y así ha sido también la celebración del aniversario electoral: señores reuniéndose en un acto institucional para felicitarse por haber sido tan estupendos. Un hecho histórico en el que la ciudadanía de entonces, al parecer, no tuvo ninguna importancia y ante el que la ciudadanía actual solamente puede responder con infinita gratitud. Fin.

Ojo, tampoco creo que sea positivo satanizar toda esa época tan convulsa. Pasar de una dictadura fascistoide a un régimen democrático no fue sencillo ni estuvo carente de riesgos. Y obviamente exigió sacrificios y grandes esfuerzos. Seguramente en muchos aspectos se hizo todo lo que las circunstancias permitían. Pero una cosa es reconocer los méritos del proceso y otra obligarnos a creer que aquello fue un festival pluscuamperfecto de luz, color y fraternidad. O cerrarse en banda a subsanar los errores que se cometieron.

Total, tanta matraca con la modélica Transición para andar ahora condecorando a figuras franquistas como Martín Villa y presumiendo de lo bien que supieron reconciliarse a base de ningunear a las víctimas de la dictadura. Siempre con equidistancia, equilibrio y consenso, no vaya a ser que alguien poderoso se enfade. Esa obsesión por el silencio podía entenderse hace cuatro décadas en una población que cargaba sobre sus espaldas con el trauma colectivo de la Guerra Civil y el miedo transmitido de padres a hijos, pero ya va siendo hora de aceptar que somos una sociedad mayor de edad y podemos (debemos) hablar sin cortapisas de los fantasmas de nuestro pasado cercano.

Por cierto, el aniversario de las elecciones fue el momento elegido por el rey Felipe VI para referirse por primera vez al régimen franquista como una «dictadura». Junio de 2017. Su padre nunca lo hizo. Si eso se considera normalidad democrática, yo soy un plato de coliflor estofada.

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