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Daniel Capó

Nuevos cardenales

La continuidad entre el pontificado de Benedicto XVI y el de Francisco resulta evidente en muchas de las políticas concretas. Su discontinuidad también. Los ejes centrales del actual papado siguen siendo raztingerianos. Su tono y expresión pública, en cambio, distan de forma abismal. En una época definida por la posverdad, la imagen siempre primará sobre el contenido. El pontífice alemán puso en marcha la limpieza de las finanzas vaticanas y la doctrina de la tolerancia cero con los casos de pederastia y de abusos sexuales, medidas que el argentino ha mantenido aunque sin realizar pasos adelante significativos, seguramente porque éstos ya fueron dados en su momento. Ratzinger sustituyó el rigorismo moral del pontificado de Wojtyla por lo que John Allen Jr. definió como una "ortodoxia afirmativa", esto es, una pedagogía en positivo de las verdades fundamentales de la fe cristiana. Convencido de la "minorización" de los católicos en un mundo abiertamente ateo, Benedicto XVI puso en marcha el llamado "Atrio de los gentiles" para dialogar con el mundo laico. Su convicción era que había que apelar a la inteligencia de las personas y tratarlas con el debido respeto sin ceder a los envites del populismo ni de la corrección política. Sus dos grandes decisiones de gobierno fueron gestos contracorriente: la defensa de los valores de la misa tridentina, en continuidad con la historia de la Iglesia, y la renuncia al papado, una resolución dotada de un raro simbolismo. Por su talante, ha sido el último papa europeo, antes de dar paso a una sensibilidad -la de Bergoglio- profundamente dispar.

Si en muchas de las políticas concretas la distancia entre los dos pontificados es irrelevante, la mirada de fondo de ambos papas resulta, sin embargo, casi antagónica. Donde uno apelaba a las "minorías creativas", el otro lo hace a las masas. Mientras uno creía que el hecho religioso es indisociable del culto, el otro no muestra un interés especial por la liturgia. En tanto que Benedicto XVI desconfiaba de la relación entre política y fe, Francisco actúa y piensa fundamentalmente como un estratega político. Así como Ratzinger creía en la palabra, Bergoglio utiliza la imagen. Si la actitud del primero era la de un intelectual acostumbrado a medir el peso de las ideas, el carácter del segundo es deudor en última instancia de la sentimentalidad peronista de su juventud.

Con el paso de los años, Francisco actúa cada vez más con mayor premura. Sabe que no es joven y que cuenta con múltiples resistencias en la curia. Un claro ejemplo es la creación acelerada de cardenales durante su mandato -lleva cuatro consistorios en cuatro años, frente a los cinco que convocó el papa Benedicto en ocho-, con el indudable objetivo de modificar el sesgo ideológico del colegio cardenalicio. Se acentúa la elección de figuras europeas cercanas a él y de obispos de las periferias de la Iglesia, en ocasiones de diócesis claramente irrelevantes. Como suele suceder en estos casos, cabe preguntarse si tal velocidad no admite una doble lectura. La cuestión, en todo caso, es saber si un cardenal de Estocolmo - Suecia no deja de ser un país de ocho millones de habitantes con apenas 100.000 católicos- o uno de Laos pueden ofrecer una visión más universal de la Iglesia que otro de Los Ángeles o de Florencia. Por supuesto, el resultado final no puede ser otro que reforzar la posición del papa argentino dentro del Vaticano y, sobre todo, consolidar un cambio de sensibilidad de cara a un futuro en el que Bergoglio ya no sea papa. "El camino que ha abierto Francisco no puede ir hacia atrás", ha declarado el nuevo cardenal de Barcelona Juan José Omella. Y, desde luego, el ímpetu y la celeridad bergogliana parecen apuntar bien a las claras en esta dirección.

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