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Soledades al por menor

La soledad se puede sentir como un regalo, o como una maldición. Dependiendo de las circunstancias de cada soledad y de la forma de ser de cada persona. Dependiendo de si es una soledad larga en el tiempo, o si es apenas una pizca de soledad. Dependiendo de si la origina un desamor, una ausencia, una pérdida o un dolor, o si la causa es el ritmo natural de los sucesos cotidianos, con sus llenos y sus vacíos, con sus pausas y sus agujeros.

En nuestro recorrido vital hay un tramo fundante, el embarazo, en el que todos hemos gozado de la compañía total de nuestras madres. Acurrucados en ellas hemos percibido su voz, su calor, su afecto y su envolvente presencia. Así que cuando nacemos, una buena parte del susto que se genera es debido al vértigo del desgajamiento y otra al estreno brusco de la displacentera sensación de soledad. Pero enseguida la madre vuelve a arropar, a cuidar y a proteger, y el bebé vuelve a sentirse seguro, acompañado y tranquilo. El padre también pone su presencia cariñosa, parece que las cosas vuelven a recolocarse. Y, aunque durante un tiempo, el desvalimiento del niño requerirá una fuerte relación de apego con su madre, las ráfagas de soledad irán atravesando la crianza de la mano del padre, y de la realidad, que convocan a que la madre vaya soltando al niño muy despacito, de tal modo que pueda soportar estar unos momentos solo, sin llenarse de pánico.

Este aprender a estar solo incluye confiar en que la presencia añorada volverá en breve. Incluye saberse querido. Incluye haber sido envuelto y bien revestido de una buena capa de amor resistente y seguro. Por eso cuando una madre le dice a su bebé: «Espera un minuto, enseguida estoy contigo», y así lo lleva a efecto, está enseñándole a que tolere su ausencia, a que soporte la soledad, a que confíe en su regreso. Con la voz acompaña y distiende, con la voz ocupa un lugar, con la voz le da al niño la calma que necesita.

De este modo él va probando a quedarse consigo mismo, y a entretenerse mirando, oyendo o tocando algo, mientras vuelve su madre. Más adelante jugará, pensará o imaginará y, mientras lo hace, anticipará su deseo de que la madre, el padre, o el cuidador, regresen a su lado. Si el proceso se ha llevado bien, el niño tendrá la capacidad de tolerar, esperar y rellenar su soledad con los deseos, los sueños, o las imaginaciones. Si no, su llanto será quien nos diga cómo se siente de perdido y de asustado. Y es que un poco de soledad es importante. Como un poco de frustración. Y un poco de aburrimiento. Y un poco de dolor de barriga. Pero no para sufrir, sino para vacunarse contra el sufrimiento, para aprender a ser autónomo, para buscar creativamente alternativas válidas a cada situación.

La soledad no es algo tan terrible, ni tan desastroso como parece, sin embargo le huimos porque forma parte de ese lado que no queremos mostrar a los niños. Soledades, tristezas, frustraciones y otras penas entran en el lote de «lo prohibido» para el universo de placer y felicidad que solemos intentar ofrecerles.

Así que cuando un niño se siente solo porque su amigo no está, porque prefiere jugar con otros, o no jugar, porque se ha hecho una herida, o por cualquier otro motivo, de los tantos que hay?, convendrá curarlo, acariciarlo y tratar de aliviarle la pena, pero también permitirle sentir unas gotas de soledad, en grado mínimo y soportable, pero suficiente como para ir haciéndose cargo paulatinamente de sí mismo, de su cuerpo, de sus sensaciones y sus sentimientos.

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