Este próximo jueves se discute en el Congreso de los Diputados si se ratifica o no la aprobación de un tratado internacional que, sin duda, tendrá importantes repercusiones en nuestra economía pero, sobre todo, afectará a un buen número de derechos sociales, laborales y también ambientales.

Se trata del Acuerdo Económico y Comercial de la Unión Europea con Canadá y que conocemos como CETA. Un acuerdo cuya conveniencia está, según sus defensores, en que es un pacto entre países amigos y cuya finalidad no es otra que facilitar el libre comercio y las inversiones. Sin embargo, en opinión de no pocos economistas y especialistas en Derecho Internacional, tal acuerdo esconde perversas intenciones entre sus mil seiscientas páginas.

De lo que no cabe duda es que una vez más, algo de suma importancia para el desarrollo socioeconómico y por extensión para el modus vivendi de la ciudadanía, se ha negociado con absoluta opacidad y sin que se haya abierto debate alguno sobre su alcance y sus efectos.

Parece que nadie sabe de qué se discute exactamente cuando se habla del CETA y, lo que es peor, se lleva el debate al terreno del maniqueísmo demagógico y reduccionista: proteccionismo vs globalización. Algo que resulta absurdo puesto que la globalización es imparable y nada hace pensar en una vuelta al proteccionismo decimonónico. El verdadero debate debería centrarse en las reglas y normas que queremos que rijan el proceso globalizador, ¿cedemos soberanía a los mercados o hacemos política de altura y regulamos las reglas del juego?

La inminente aprobación del tratado pone de manifiesto que el camino emprendido está muy lejos de recuperar el alma social y cívica de Europa y es mucho más lo que polariza que lo que aúna a los europeos. Sabemos, a pesar del mutismo y la opacidad de las negociaciones, que el acuerdo implica una cesión a los mecanismos que sin duda activarán las multinacionales en aras de la competitividad y en claro detrimento de derechos sociales, laborales y medioambientales.

Especialmente esclarecedor es lo dicho por el Consejo de los Canadienses, la mayor organización de acción social de Canadá: «El CETA provocará una caída del 0,5% del producto interior bruto de la UE y del 1% del PIB de Canadá. Conllevará la pérdida de 230.000 empleos de aquí a 2023, la mayoría en Europa, y presionará a la baja los salarios», a ello hemos de añadir que el propio Parlamento europeo, a través de su oficina de Empleo y Asuntos Sociales ya advertía el pasado mes de diciembre de algunas de sus consecuencias negativas como son: la pérdida de condiciones de trabajo, es decir, aumento de la precariedad laboral especialmente en el trabajo menos cualificado o los recortes en las políticas de impulso a la pequeña y mediana empresa dejándolas absolutamente desprotegidas.

Son muchísimas las organizaciones y colectivos: sindicatos, consumidores, jueces, agricultores, pequeñas y medianas empresas, ecologistas? europeos y canadienses y más de dos mil ayuntamientos y gobiernos regionales europeos que se han opuesto a la firma del tratado. Sorprende por tanto la tibieza del renovado PSOE de Sánchez al optar por una «abstención razonada» que en definitiva supone un sí encubierto.

Como muy bien ha señalado el economista francés Thomas Piketty, se puede decir que el CETA es un tratado que responde a una filosofía ultraglobalizadora, que no es en absoluto compatible con las necesidades actuales en un mundo cada vez más polarizado, como tampoco responde a los valores de justicia y de protección a la ciudadanía que estuvieron en la base de aquella vieja idea de Europa.