El otro día vi a un hombre de mediana edad leyendo a Bécquer en la

piscina de un refinado y exclusivo club de playa. Es que van como locos.

Por poco me atropella con alguna rima y leyenda. En lugar de estar en el

agua salpicando, dando brazadas como si se fuera a acabar el mundo y

pegando voces, el tipo, sin duda carente de modales, estaba enfrascado

en su libro. En el colmo de la desfachatez me dio los buenos días cuando

pasé delante de su hamaca y además el muy impresentable no tenía todas

sus pertenencias esparcidas por el suelo o la arena; únicamente portaba

un pequeño bolso que tenía situado bajo su hamaca. Un peligro social,

sin duda.

Para recuperarme del susto fui al bar del establecimiento a pedir una

cerveza. La pedí a gritos, claro, que se note que he ido a un colegio de

pago. De mucho pago, por cierto. La chica que atendía me dijo

amablemente que me esperara, mientras amablemente continuaba la

conversación con uno de sus compañeros, que por lo que pude deducir

padecía mal de amores. Tras veinte minutos éramos ya doce los cerveceros

sin cerveza que nos arremolinábamos en la barra. Dos de ellos llevaban

bañadores minúsculos y sopesaban de cuando en cuando en gesto que

parecía mecánico pero que bien podría estar estudiadísimo, su bolsa

escrotal. Digo yo que hay gente que necesita saber que todo sigue en su

sitio.

El nota de Bécquer continuaba dando la nota, o sea, no paraba de leer.

Pásmense: se había sacado del bolso un periódico de papel y estaba

leyendo a un columnista famoso por sus críticas gastronómicas y su

propensión al aforismo y al lacón con grelos. Estuve a punto de ir a

decirle, oiga, que estamos aquí padres de familia y no queremos

semejante espectáculo para nuestros hijos, que bastante tenemos con el

trabajo que nos cuesta inculcarle la cultura del dinero fácil, los

caprichos y la lectura de idioteces en el móvil. Pero me contuve.

Me contuve porque uno de los doce grupos de whatsapp en los que me han

metido, concretamente en el de ´garrulos for ever´ comenzó a hervir a

causa de la foto de una señorita en pose gimnástica y meritoria que uno

de los miembros del grupo había tenido a bien difundir. Uno de los

comentarios me hizo mucha gracia y sin querer lo leí en voz alta. Con

tan mala fortuna que lo escuchó la chica del bar y creyó que iba por

ella, con lo cual me soltó una fresca tan fresca como yo quería mi

cerveza, que no llegaba. En estas, uno de los del bañador se me arrimó

un poco más de lo que para mí es aceptable. Iba a coger algo de la

barra, no sé el qué, tal vez una servilleta. Sentí su roce y decidí

desistir de tomar cerveza. No vuelvo más aquí, pensé. Iba cabreadísimo a

mi hamaca cuando reparé en una chica que estaba leyendo. Otra, pensé.

Esto es el colmo. Esto ya no es lo que era. Saqué la sandía y la llevé a

la orilla, procuré echarle arena a un vecino de tumbona, cosa que me

agradeció blasfemando (menos mal, hay gente decente) y lanzando un

regüeldo luego de dar un trago a una cerveza. Le pregunté que cómo la

había conseguido. Pegó otro eructo y me dijo que se la había traido de

su casa. Y señaló una nevera playera. Era azul y llevaba una pegatina en

la que podía leerse: «Me cago en to». Me fijé en sus tatuajes, uno de

ellos era una lámpara. En pleno pecho. El otro era un carruaje con

publicidad de helados. Miré mi elegante camisa de lino blanco y me sentí

un patán. Un patán sin cerveza y sin libro. Jesús Andrés, como te

ahogues, te mato, gritaba una señora a su hijo hurgándose la nariz. Y el

de Bécquer, leyendo.