Según la estadística oficial, Alicante es la quinta provincia española en aportar riqueza al resto del Estado. En ocasiones ha sido la cuarta, un puesto que bascula arriba o abajo en función de lo mal o bien que le vaya a Sevilla, con quien habitualmente disputa el puesto en el ránking. Este tipo de evaluaciones a menudo se antojan caprichosas, por cuanto no tienen en cuenta el bullicio laboral y la juerga económica que nace en el subsuelo del PIB. Por sus características sociales, las sucesivas crisis y las circunstancias de la producción, la economía sumergida está tan ligada a Alicante como lo están las Hogueras, los Moros y Cristianos, la gamba roja o el turismo. Hay una provincia oculta que nunca sale en los informes del Instituto Nacional de Estadística pero que todos vemos paseando por la calle, con nombre y rostro, y que a menudo paga sus facturas con lo que gana en el subsuelo. Nadie puede tomar en serio las cifras del INE que colocan a Torrevieja y Benidorm entre las ciudades más pobres de España de acuerdo a las declaraciones del IRPF. O a Benalmádena o Fuengirola. Incluso Marbella ocupa un puesto de honor en ese grupo de poblaciones menesterosas. País de pícaros, como Francia, Italia, Rumania. La herencia de Roma. Hasta Messi y Ronaldo se han adaptado a esta costumbre nuestra del escaqueo y el fraude. Pero algo ha cambiado desde el Siglo de Oro, cuando el hambre convertía en pícaros a hidalgos venidos a menos, desheredados y falsos curas, frente a caballeros de cuna y burgueses de cuello engolado. Cinco siglos después hay más pícaros del lado de la opulencia que del de la miseria, y lo grave es que nuestra sociedad ha acabado absolviendo esta práctica con el agua bendita de la normalidad.