Oliver Byrne (1810-1890) fue un excéntrico matemático y profesor irlandés que, en 1847, publicó un libro sorprendente: Los seis primeros libros de los elementos de Euclides. La obra de Byrne destaca no sólo por lo innovador de sus planteamientos pedagógicos en el campo de las matemáticas, sino también por su propio diseño, que parecía avanzar los principios de la Bauhaus y de De Stijl.

En la Gran Bretaña victoriana, la geometría era considerada una parte fundamental de la educación matemática y Euclides formaba parte del currículo básico. Sin embargo, muchos educadores reformistas, entre los que se encontraba Byrne, consideraban que la geometría euclidiana no se estaba trasmitiendo de una manera efectiva a los estudiantes modernos.

Hoy en día, aún se sigue estudiando a Euclides. De hecho, todos hemos utilizado su famoso algoritmo, que sirve para obtener el máximo común divisor de dos números enteros positivos; también se utiliza para hallar el mínimo común múltiplo, haciendo una sencilla operación con el máximo común divisor obtenido.

Mis escasos conocimientos de matemáticas siempre me habían llevado a pensar que un algoritmo era una lista ordenada de operaciones cuyo fin es buscar la solución a un problema en matemáticas, informática y otras disciplinas afines. Siempre, hasta el viernes pasado.

El detonante de mi repentino cambio de opinión sobre el paradigma de los algoritmos fue unas declaraciones de la concejal de Educación y Cultura de Elche, Patricia Macià, en las que afirmaba que «...las plazas escolares de los niños de Elche son asignadas por un algoritmo que está en València».

Con estas palabras de nuestra edil he descubierto que un «algoritmo» es un señor, o acaso una comisión, este extremo no me ha quedado claro (sin duda por mi formación no alcanzo a discernirlo bien) que se reúne en algún recóndito despacho de la Conselleria de Educación y allí, investido de un poder cuasi místico, repasa los nombres de los niños ilicitanos y les adjudica una plaza escolar. Si no lo he entendido mal, viene a ser algo así como los Reyes Magos y su lista de niños buenos y malos.

Resulta evidente que, teniendo a «Don Algoritmo», no será necesario comentar que la Orden 7/2016, de la Conselleria de Educación, que desarrolla el Decreto 40/2016, del Consell, establece las competencias de la Comisión Municipal de Escolarización, ni que éstas son, entre otras: supervisar el proceso de admisión del alumnado, informar a la dirección territorial de Educación de los problemas de escolarización y proponer la adopción de las medidas que se consideren pertinentes, o escolarizar a los alumnos que no hayan obtenido plaza.

Parece ser, bromas aparte, pues es un tema muy serio -especialmente para las familias con niños de tres años que no han obtenido plaza- que la nueva zonificación escolar no está dando buenos resultados. Fomenta la picaresca, como se ha publicado en este diario, cercena la libertad de elección de centro escolar por parte de las familias y crea un desequilibrio enorme entre las zonas con exceso y con déficit de plazas. Con los escasos datos que se nos facilitan, podemos afirmar que el sistema de asignación de puestos escolares está funcionando peor y que necesita una revisión.

De todos modos, puestos a utilizar algoritmos, también podríamos aplicar uno para la elección de un responsable para l'Escorxador. Un algoritmo cuyas operaciones respetaran no ya las dimensiones euclidianas, sino todas aquéllas con las que se nos machaca diariamente, pero no se cumplen: transparencia, participación, mérito, capacidad y salario digno.

Es inconcebible que se subcontrate la programación de l'Escorxador con una empresa privada, mediante un proceso negociado sin publicidad, para después poner al frente a una persona que no tiene la titulación requerida por los pliegos y, más tarde, contratar a un «hombre de paja» en sus propias palabras, con un contrato de una hora a la semana y un salario de treinta euros.

Señora Macià, la educación y la cultura de una ciudad tan importante como Elche no son temas menores; no pueden, en consecuencia, dejarse al albur ni de un algoritmo, ni de un dedazo.