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Juan José Millas

Las humillaciones del día

A medida que la realidad digital crece, la analógica, por comparación, se vuelve más mostrenca, signifique lo que signifique mostrenca. En todo caso, cuando a uno le colocan esas gafas de realidad virtual que le conducen desde la taza del retrete de su cuarto de baño a una playa del Pacífico, el ácido úrico sigue su marcha hacia el dedo gordo del pie. Significa que, aun alcanzando la calidad de un fantasma, no logramos reducir las servidumbres del cuerpo. Digo bien cuando digo fantasma, pues tal es lo que somos (creo que acabo de construir una anáfora, quizá una catáfora, no estoy seguro), pues tal es lo que somos, decíamos, en esos parajes virtuales a los que nos asomamos con las gafas de ver parajes virtuales. Pero mientras una gaviota vuela delante de nuestros ojos bajo una luz caribeña, en la cocina se nos quema el arroz y el cartero llama a la puerta por segunda vez para que le firmemos la entrega de una multa de tráfico.

La frontera entre la realidad analógica y la digital está formada por una pantalla infranqueable en la que nos estrellamos como las moscas contra el cristal. Jamás alcanzaremos a ese duplicado fantasma de nosotros mismos que hemos creado en Facebook o en Twitter, o donde quiera que viajemos por las noches para aliviar las humillaciones del día. En el cristal de mi salón, durante la última semana, se han estrellado dos mirlos y una cotorra. Los tres han perecido. Los pájaros se rompen la cabeza al intentar entrar en nuestro mundo y nosotros la crisma al intentar penetrar en el suyo. Lo digo porque me han regalado unas gafas virtuales para observar aves de todos los tamaños y colores. ¿Qué digo observar? Cuando me las pongo, estoy con ellas, con las aves, evolucionando sobre un acantilado o volando en escuadra hacia lugares más cálidos (más cálidos en todos los sentidos). Pero cuando intento progresar, cuando estoy ya a punto de convertirme en cigüeña, me estrello contra el cristal que separa una dimensión de la otra.

No hay grieta por la que huir de la realidad real ni agujero alguno por el que escapar del cuerpo. Lo malo es que, una vez conocida la realidad cibernética, el cuerpo se parece a esto: a una mazmorra medieval (¿otra catáfora?).

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